Liberado por fin de las redes sociales, que nunca han supuesto
para mí nada más que una pérdida de tiempo y de paz, y con el curso académico
ya totalmente liquidado, inicio un largo período de relativo descanso. Y digo
relativo porque seguiré volcado en el estudio y en el cultivo de la libido sciendi.
Dicho esto, voy a dar comienzo a este anhelado período estival con el
comentario del que para mí se ha convertido en el libro de referencia para entender
la naturaleza del comunismo y conocer, además, su historial homicida y
perverso. El libro, que considero extraordinario, me fue regalado en Navidad.
Su título es Memoria del
comunismo. Y su autor es el famoso periodista y locutor de radio
Federico Jiménez Losantos.
Acerca del autor, debo hacer constar, de entrada, un hecho que
me parece objetivo: es un hombre cultísimo, posee un intelecto privilegiado y
un don para comunicar. El libro está maravillosamente escrito, razón por la
cual se lee con gustosa agilidad a pesar de sus más de sus setecientas páginas.
Sin embargo, y aunque comparto en general el discurso crítico de Federico, no
comulgo con su credo político, pues hace años superé, a Dios gracias, la fiebre
liberal. Con todo y con eso, su libro sobre el comunismo, éste que ahora
pretendo comentar, me parece desde ya un texto básico para enterarse acerca de
«la peor lacra política que ha padecido la humanidad» (p. 53).
En primer lugar, con este libro, el autor, que conoce muy bien el comunismo (porque fue él mismo comunista durante un tiempo y porque estudió profundamente los clásicos comunistas) pretende rendir tributo a las víctimas y testigos de la barbarie comunista, rescatando, a partir de su experiencia y de su labor intelectual, la memoria de todas esas víctimas, olvidadas voluntariamente por las izquierdas de todo el mundo.
Las primeras cincuenta páginas del libro son sobresalientes.
Suponen una reflexión de primer nivel sobre la naturaleza del comunismo. La
tesis básica del autor es que el comunismo sustituye la fe religiosa por otra
política, convirtiéndose así en una especie de religión monoteísta fundamentada
en la fe al Partido. Pero más adelante regresaremos sobre las que son las
páginas más jugosas de este escrito. En el primer capítulo, pues, se pone en
situación al lector con los millares de muertos que produjo el comunismo. Los
siguientes capítulos son un análisis magnífico del socialismo francés y su
ceguera voluntaria ante la URSS, el golpe de Estado de los bolcheviques en
Rusia, o sus paralelismos con la Revolución Francesa. En esta exposición
desfilan los protagonistas de estos acontecimientos, víctimas y verdugos, con
testimonios elocuentes y definitivos. En los capítulos tres y cuatro el autor
desmenuza las figuras de Lenin y Stalin (y la influencia de este último en la
guerra de España). Los otros cuatro capítulos, quizá con un interés más
limitado, se ocupan del Partido Comunista Español y de su evolución hacia la
democracia, del Che Guevara, y de Podemos y su neocomunismo. En el epílogo,
Federico hace un encendido elogio de los principios del liberalismo, opuestos a
los comunistas. Finalmente, no carecen de interés los anexos, que incluyen un
mapa de los campos de concentración (Gulag) en la URSS y otros documentos
espeluznantes y significativos.
Pero como dijera más arriba, el núcleo de la obra lo compone la
exposición de los crímenes comunistas y la reflexión sobre su esencia
mortífera. Respecto a las víctimas, Jiménez Losantos comienza su primer
capítulo (titulado Cien
millones de muertos) con la sorprendente publicación del periódico más
importante de Rusia en vísperas del 80 aniversario de la revolución
leninista: Izvestia.
El 30 de octubre de 1997, vísperas como decíamos del 80 aniversario del comienzo del terror rojo, Izvestia «publicó un informe sobre los asesinatos políticos cometidos por los regímenes comunistas en todo el mundo desde 1917 hasta 1987. Tras reunir y cotejar los datos durante muchos años por investigadores como el sueco Per Ahlmark o el demógrafo estadounidense y gran estudioso del terror político Rudolph Rummel, el diario moscovita cifró en más de cien millones de personas las asesinadas bajo el comunismo, por lo general después de haber sido torturadas por la policía política y encerradas en campos de concentración. De los 170 millones de personas asesinadas por motivos políticos en el siglo XX, dos terceras partes, unos 110 millones, lo fueron en países comunistas» (p. 55).
Ante esta escalofriante cifra, ocultada e incluso despreciada
por la intelectualidad y los medios de comunicación del mundo entero, el autor
se plantea muchas preguntas: «¿Por qué tanta gente se hace comunista y por qué,
después de cien años de la creación por Lenin de un tipo de régimen carcelario,
ruinoso y genocida, el comunismo sigue siendo una ideología respetable o
respetada, que domina los campos mediático y educativo, esenciales para
asegurar su continuidad?» (p. 35). Federico entiende, junto a Stephen Koch,
autor de El fin de la inocencia,
que el comunismo es la mentira más grande y duradera de la historia y que
sobrevive gracias a la estrategia diabólica del propagandista Münzenberg,
basada en «la denigración del adversario, la justificación de su exterminio e
incluso la justificación del error al hacerlo. ¿Y cómo? Consiguiendo que los
que mentían o creían defender la Verdad que favorecía a la URSS se sintieran en
el lado del Bien, moralmente superiores a los que dudaban, cuya duda los
situaba automáticamente del lado del Mal» (p. 37). Por eso para los comunistas,
fascistas son todos los no comunistas. Dicho de otro modo, «el comunismo,
inequívocamente definido por Lenin como una empresa malvada que traerá alguna
vez el Bien al mundo, es una religión satánica, seguramente más actualizada que
la del Evangelio» (p. 41).
Por lo que sabemos, el autor perdió su fe en el comunismo al
leer Archipiélago Gulag,
testimonio imprescindible del nobel ruso y exiliado político Alexandr
Solzhenitsyn. Ese fue el momento en el que el comunismo se le hizo execrable al
autor de este libro, al conocer sus matanzas y sed de sangre. Por eso Jiménez
Losantos se sorprende de que se suela perder la fe en Dios a las primeras de
cambio, por el sufrimiento de un niño violado y asesinado o cualquier otra
crueldad inexplicable con la que tropezamos en nuestra vida y, sin embargo,
cuando la nueva fe, el comunismo, muestra mucha más crueldad que la metafísica,
se acepte esa maldad con explicaciones totalmente absurdas.
En realidad detrás de la naturaleza criminal del comunismo hay un proceso de deshumanización de las víctimas. «La deshumanización de las víctimas es siempre el primer paso para su atraco, encarcelamiento, vejación pública, violación, tortura y asesinato» (99). Y es que «hay una diferencia entre los bolcheviques y todos los gobiernos o partidos que, antes que ellos y a lo largo de los siglos, han perseguido, acosado y saqueado a un grupo social [...] y es que ellos, como cualquier secta fanática, no se limitan a la estigmatización de una minoría, sino de la mayoría de la población. En rigor, de toda la población, salvo ellos. Y, por la lógica de toda política sectaria, al final, se persiguen y matan entre sí» (p. 99).
A fin de cuentas, el atractivo del comunismo, bajo cualquiera de sus ropajes, sigue vigente entre nuestros contemporáneos. Por eso no podemos dejar de hacernos una y otra vez las mismas preguntas. Y es que no podemos entender «cómo es posible que, pese a las monstruosas matanzas, sin parangón en la historia de la humanidad, y pese al empobrecimiento, la hambruna y la miseria que produjo y produce en la inmensa mayoría de la población —no en los miembros del partido—, el comunismo siga siendo hoy un referente legítimo, en realidad el referente último, aunque a menudo oculto, de lo políticamente correcto en los medios de comunicación, las aulas y todas las formas clásicas y modernas de formación de la opinión pública desde 1917» (p. 102).
Pues sí, tenemos que reconocer que no lo entendemos. Pero ahí reside precisamente el encanto del mal, y su misterio.
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