Mario es el primero empezando por la derecha. Y aquí, como tantas veces, aparece poniendo en mí sus ojos. |
Dos décadas es mucho
tiempo. Yo no estuve saliendo con mi primera novia ni siquiera una, y sin
embargo su paso por mi vida dejó en mi corazón un surco imperecedero. Otra
marca, grabada también a fuego en mi corazón, la dejó un amigo. El próximo mes
de septiembre hará veinte años que murió atropellado mi amigo Mario. Hoy
tendría treinta y tres, como yo. Pero murió con trece. Dos décadas después, a
pesar del tiempo transcurrido, todavía lo recuerdo, y no sólo cuando rezo por
vivos y muertos: más de dos veces y más de tres he soñado con él jugando al
tenis. Y en mis sueños Mario aún está vivo.
Mario murió
atropellado un día de fiesta. Regresaba de una romería junto a unos amigos
cuando un coche apareció por el camino y se lo llevó por delante. El conductor
iba ebrio. No recuerdo si mi amigo murió en el acto, u horas después en el
hospital más cercano. Pero no se me olvidará jamás el momento en el que me
dijeron que Mario había muerto.
Fue por teléfono. Sonó
el aparato y lo cogí rápidamente —entonces no había Internet, ni móviles, ni
ordenadores en casa. Había un teléfono fijo para todos y mayor felicidad—. Al
otro lado de la línea, una compañera de clase me informaba de lo ocurrido; aunque
por más que intento acordarme no consigo saber quién me lo dijo. ¿Pilar?
¿Raquel? ¿Montse? ¿Patricia? ¿Sandra? No sé. Tampoco recuerdo cómo reaccioné. Quizá
dejé de respirar. Supongo que traté de averiguar si había oído bien, si el
accidente había sido mortal, si… Pero su tono de voz… Por desgracia, nadie me
estaba tomando el pelo: Mario había sufrido un accidente y estaba muerto.
Hay en mi memoria
recuerdos imprecisos, como si ésta quisiera protegerme borrando aquellos
detalles que estorban y mortifican. En esas fechas, si no recuerdo mal,
habíamos empezado o íbamos a empezar el instituto, que para nosotros se había
retrasado un año, haciendo el primer año de educación secundaria en el colegio.
La romería había sido un domingo, y a mí me avisaron el lunes. Puede que no
hubiéramos empezado aún las clases, porque ese día recuerdo haber estado en el
tanatorio. ¿Fui antes a casa de una amiga como así creo recordar? ¿Cómo fui
al tanatorio? ¿A quién vi allí? No sabría responder con exactitud. Al tanatorio
creo que fuimos andando unos cuantos, porque me vienen a la mente recuerdos
sueltos, de mí mismo cabizbajo, hundiéndonos en el polígono industrial y sin
poder asimilar la noticia. Me parece recodar que íbamos en fila y nadie
hablaba.
Lo que sí recuerdo con
total nitidez es el rostro de mi amigo, muerto, tras el cristal transparente.
No olvidaré esa imagen mientras viva. Muchos no quisieron verlo. Pero yo no
pude no hacerlo. Tenía que verlo para creer. Y, efectivamente, allí estaba
Mario. Guapo (como siempre), pálido (como nunca), con una ligera sonrisa y su
pelo rubio algo tieso (electrificado decía yo para mis adentros). Estaba muerto
y parecía en paz. No había tensión en su cara. Parecía feliz. ¿Pero feliz de
estar muerto? La broma ya había perdido su gracia… Pero resulta que no fue una
broma, y que hay cosas en la vida que no tienen marcha atrás.
Antes de eso, un día Mario
llegó a clase con una pierna vendada (¿fue una pierna?, ¿la llevaba vendada?);
había tenido un accidente en una calle cercana al colegio. Casi lo arrolló un
coche mientras jugaba a lo loco con un compañero, como hacía otras veces
conmigo, correteando entre los coches y por las aceras. ¿Fue premonitorio? ¿Por
qué siempre he tenido la sensación de que Mario desafiaba a la muerte?
Lo cierto es que en los primeros años de colegio Mario y yo fuimos como uña y carne. Yo iba a sus
cumpleaños y él venía a los míos. Nuestras madres se llevaban estupendamente.
Mi madre todavía sigue refiriéndose a los padres de Mario como «doña Pilar» y «don
Daniel», pues fueron mis maestros, y también los de Mario (además de sus padres).
¿Qué pensaría ahora Mario si supiera que a mí también me llaman algunas veces
don Luis, y que soy profesor como ellos? Mario siempre estaba ahí, fuera el día
que fuera y pasara lo que pasara. Tenía una energía increíble. Su presencia era arrolladora. Se hacía notar, y le gustaba. A veces me dedicaba muy poco tiempo,
pero nunca olvidaba tener un detalle conmigo. Un pescozón, un abrazo, una
pulla, una mirada… gestos que desde que el hombre es hombre ha tenido con sus
compañeros más íntimos, con sus camaradas. A mí me guardaba el bulto porque
siempre he sabido hacerme respetar, y aunque nunca he sido un macarra (el
macarra era él), creo que me admiraba por saber imponerme sin hacer ruido ni
amedrentar a nadie. También manteníamos una rivalidad preciosa. Las chicas de
nuestra clase —me ruboriza contarlo—, se dividían en su mayor parte entre las
que iban detrás de mí y las que iban detrás de Mario. ¡Éramos unos críos! Es
verdad que él era más picaruelo que yo, más extrovertido y más caradura. Y por
eso se las llevaba de calle. Pero yo tenía tantas hinchas como él, aunque no me
pavoneara tanto ni lograra sus récords de precocidad. Donde existía una
admiración mutua era en el terreno deportivo. Mario jugaba al fútbol, de
portero, en el club más importante de la ciudad, y al tenis, también en el club
de tenis que había, y hay, donde vivíamos (ni él ni yo vivimos allí ya). Él era
muy conocido, pero yo, sin hacer ruido, jugaba al fútbol mejor que él, y por eso
siempre me escogía el primero cuando hacíamos los equipos en los partidillos de
los recreos… De lo que no estoy seguro es de haberle podido ganar jugando al
tenis. Cuando él falleció yo empezaba a practicarlo. Más tarde yo también
entrené un par de años en su club, que luego fue el mío, con el recuerdo vivo
de su presencia en las pistas, aunque yo nunca pude verlo jugar. Casualmente, el
tenis acabó siendo mi deporte preferido, y creo que me hubiera podido defender
bastante bien de haber empezado antes a formarme y de haber insistido después.
¿Pero habría ganado a Mario, que apuntaba a figura y que estando en el colegio
jugaba torneos en Francia? No lo creo, aunque me hubiera gustado comprobarlo. Sin
embargo, para mí, éste será un sueño que nunca se cumplirá.
Sea como fuere, al
regresar del tanatorio, después de haber visto el cadáver inmaculado de mi
amigo, me venció la dolorosa situación. Entonces lloré como nunca lo he hecho
delante de nadie. Lloré en las faldas de mi madre hasta que se me acabaron las
lágrimas, mientras ella me pasaba su cálida mano por mi pelo y me animaba mientras tanto: «llora», «llora», decía, pretendiendo que sacara toda mi
angustia y no dejara dentro ninguna por sacar. Una pena tan grande no se puede
explicar. No me lo podía creer. No quería, más bien. Algo tan radical, tan
drástico, tan definitivo, no podía ser real.
Desgraciadamente lo
fue. Creo que a día de hoy, en cierto sentido, no lo he asimilado. Durante años
soñé con él. Los sueños eran vivísimos. Y en ellos Mario estaba vivo. Recuerdo
una vez despertar y creer que Mario en realidad aún vivía. Fue una sola vez.
Pero durante unos minutos estuve convencido. Me pregunté a mí mismo si mi amigo
vivía y en realidad su muerte era fruto de un mal sueño. En las demás ocasiones
desperté excitado, con la nuca mojada y los ojos empañados, consciente de su
final.
A Mario ya no lo he
vuelto a ver, lógicamente. Y diría que llevo años sin soñar con él. Pero mi
corazón aún ansía verlo, en algún sitio. Me gustaría verlo vivo en algún bar, en
la calle, en las redes sociales yendo de aquí para allá o comentando su
actividad. No me resigno a no verlo más, y sin embargo, tras veinte años, ya
sólo debe quedar en este mundo de él, cuatro huesos y un puñado de cenizas.
Debo decir que cuando
Mario murió, él y yo ya no éramos los grandes amigos que fuimos al principio.
Mejor dicho, él, por entonces, tenía su grupo de amigos y yo el mío. Seguía
habiendo entre nosotros una profunda amistad, una veneración recíproca o
admiración mutua, o como quiera llamársele, pero él empezó a salir con unos y
yo con otros. Poco a poco en el colegio fuimos haciendo nuevas amistades, y
supongo que nos fuimos volcando hacia aquellos compañeros que nos resultaban
más afines. Dios sabe. Y sólo Dios sabe qué habría ocurrido entre nosotros de
no haber muerto Mario. Lo más probable es que a estas alturas ya no tuviésemos
ningún contacto, como de hecho ocurre con la mayoría de mis antiguos compañeros
de clase, a los que creo que siempre tendré un cariño especial.
Al fin, lo que ocurrió
es que Mario murió.
Y por mucho que me
cueste entenderlo, o por mucho que me apene su recuerdo, no tengo manera de
remediar que él muriera y yo me quedara sin amigo. Mario se perdió muchas cosas
que luego vinieron, buenas y malas. No pudo apreciar como Dios manda el calor
de una mujer, ni disfrutó del juego de Nadal o Federer, ni celebró los grandes
éxitos de nuestro Real Madrid. Pero quizá al morir no tuvo posibilidad de caer
en la droga, o de vivir un divorcio, o de ver sufrir a los suyos… No sé en qué
consiste la vida, ni sé cómo vivir bien. Sé lo que dice mi fe. Aquí estamos,
según mi religión, para conocer, servir y amar a Dios. Y yo lo intento, a veces
pareciéndome a San Benito, otras, a Judas Iscariote o Barrabás. De lo que no hay
duda es de que con toda la fe que se quiera, y con toda la esperanza que se
reciba del Espíritu, la muerte de mi amigo —y toda muerte— se me antoja un
misterio.
Aun así, la muerte de
Mario produjo en mí un efecto, quizá mucho mayor que el que pudiera provocar en
mí si aún siguiera viviendo. Por eso estoy legitimado para honrar su memoria.
Y tengo, en definitiva,
varias maneras de hacerlo. Una escribiendo este homenaje póstumo; recordando a mi amigo en el vigésimo aniversario de su muerte. La segunda rezando
por él, como hago desde hace mucho siempre que no falto a mis compromisos; por
si sirviera de algo. Y la tercera, dando su nombre a mi hijo, si es que alguna
vez el Sumo Hacedor tiene a bien dármelo.
Requiescat in pace Mario Serrano Callado.
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