sábado, 8 de junio de 2019

La sonrisa de los niños

La sonrisa de un solo niño compensa todo el mal y el sufrimiento del mundo. No es su remedio, pero echa por tierra la pretensión del ateo de que el mal es incompatible con la idea de un supremo creador benévolo.

Jesús de Nazaret se rodeó de muchos niños, y dijo solemnemente, porque cada palabra suya era significativa y trascendente, que de los que son como ellos es el Reino de los Cielos. Y dijo, además, que para entrar en su reino era necesario parecérseles. ¡No iba a saber el Hijo de Dios vivo el valor de la sonrisa de estos mocosetes!

Los niños, qué duda cabe, son ángeles cuyas alas disminuyen a medida que sus piernas se alargan. Se ha dicho de ellos, en adición, que son enigmas luminosos, que representan la opinión de Dios de que el mundo debe continuar. Y ciertamente, como ha dicho un autor reciente conocido por sus adagios, los niños enseñan a los adultos al menos tres cosas: "a ponerse contentos sin motivo, a estar siempre ocupados con algo y a saber exigir con todas las fuerzas aquello que desean". En realidad, los niños nos enseñan mucho más. No hay en ellos rencor, por ejemplo, y su sola presencia posee propiedades salutíferas. Dice un proverbio antiguo que estar a su lado sana el alma, y otro señala que la sonrisa de éstos es la misma pureza de Dios.

Es verdad asimismo lo que observara Leopardi: Los niños hallan el todo en la nada; los hombres, la nada en el todo. Donde están los niños, afirmó Novalis, se vive una Edad de Oro. En este sentido, es fácil coincidir con Christian Bobin, que reparó en que allá donde los niños posan los ojos, surge la inmensidad.

Por todas estas razones los niños son inviolables, sagrados, capitales, y tan necesarios para el buen funcionamiento del mundo como las oraciones de los santos y el auxilio de los ángeles. Y sólo de acuerdo con todo esto se entiende la advertencia del mismísimo Jesucristo, que prometió tormentos inefables para todos aquellos que extraviaran a los niños y les arrancaran la sonrisa de sus infantiles caras.

Y es que llevaba razón el divino Dante cuando afirmó que del paraíso aún conservamos tres cosas: las flores, las estrellas y los niños.


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