El libro más importante de Gustave Flaubert, y obra cumbre del realismo literario francés, es Madame Bovary (1857). Considerada obra maestra, y con riqueza suficiente para merecer ese elogio, a mí sin embargo no me enloquece. La historia es muy buena, el personaje de Emma inmenso, y el estilo de Flaubert virtuoso e impecable. Técnicamente, es cierto, adivino que ésta es una maravilla narrativa, construida por un artesano del lenguaje. Con descripciones precisas y magistrales. Pero hay algo que no me enamora de ella, y como no me apasiona especialmente no voy a hacer el esfuerzo por averiguar qué me disgusta o por qué no me acaba de conquistar. Quizá siento que la historia se diluye entre la perfección lingüística. O es que no me atrae en absoluto el personaje de Emma. Sea como fuere, Madame Bovary es una obra magistral. Así pues, al César lo que es del César, y a Dios lo que es de Dios.
El género en el que se halla Madame Bovary, como he dicho, es el realismo. Una corriente literaria que surge como reacción al romanticismo y que trata de describir la realidad de la manera más aproximada posible, y cuenta entre sus difusores a genios como Dickens, Tolstoi, Dostoievski, Galdós, Clarín, o Valera. Entre los españoles a mí me gusta mucho Blasco Ibáñez, por lo menos su extraordinario relato Cañas y barro, una joya narrativa de muchísimos quilates. Ahora bien, este género se le resiste a muchos lectores. Una de las razones más importantes de este rechazo es que se trata de literatura de calidad, exquisita, que no se puede engullir en un pis pas, porque si no produce indigestión y letargo. Y Madame Bovary es una obra para saborear los ambientes, los matices, las pasiones encontradas, o cómo el medio transforma a los personajes. Con este tipo de obras hay que tener paciencia, hay que mimarlas, dejarse envolver; por eso también aquí se adivina al verdadero amante literario, no sólo por los libros que lee, sino por cómo los lee.
A mí no me gusta especialmente la narrativa realista desprendida de pinceladas épicas, idealistas, o aventureras (casi todos los libros son de aventuras de una u otra manera). Y Madame Bovary, a día de hoy, no es la excepción. Quizá con el tiempo cambie de opinión. Pero ya es la tercera vez que la leo y no me chifla, aunque cada nueva lectura me ha servido para confirmar la calidad técnica de la obra. Al contrario que a Vargas Llosa, por ejemplo, un enamorado de Madame Bovary, que hizo en su día un estudio magnífico de la obra maestra de Flaubert, La orgía perpetua. Fantástico. De verdad, encomiable estudio. Y eso que el peruano no es santo de mi devoción; él ateo, yo católico. Pero no sería honesto si dijera que no me parece un excelente escritor. En cualquier caso, he pensado que quizá esa diferencia antes señalada sea el motivo por el que a Mario le apasiona Madame Bovary y a mí no. Para él Emma es un ídolo, para mí una pobre mujer a la que compadecer. Atolondrada y sin atractivo.
El Premio Nobel de literatura, que como he dicho sí admira profundamente esta obra y a su personaje principal, hace una descripción brillante de su pasión por Emma, y plasma en un análisis impecable su admiración por ésta:
He escogido este texto de La orgía perpetua porque me parece muy jugoso, especialmente para mostrar un aspecto de la novela que me interesa mucho: el de la literatura como instrumento del mal, y el de la inconformidad con la vida porque se desea sin medida. Pero voy a resumir brevemente el principio de la obra para situar mis palabras. Madame Bovary comienza siguiendo los pasos de Charles Bovary. A este lo vemos crecer y convertirse en médico. Muy joven, enviuda; pero a los pocos meses conoce a la hija de un paciente (Emma, una aburrida muchacha de campo que sueña con la ciudad) y le pide matrimonio (III). Poco después se casan (IV), y Emma se convierte en la señora Bovary. Pero con el matrimonio, o la convivencia conyugal, estalla el mundo interior de Emma y ésta centra a partir de entonces toda la atención del relato. La figura principal, pues, es ella. Rápidamente, vemos, se arrepiente de haberse casado. Pero al participar nosotros de sus conversaciones, actos y pensamientos, comprobamos que la chica tiene demasiados pájaros en la cabeza, y barruntamos que no terminará bien:
En relación a las sombras de la literatura, solo quiero hacer notar que Emma sucumbe a su veneno, y que la literatura puede ser también un elemento que corrompa el alma. A ella le pierden sus lecturas, sus sueños desenfrenados. No voy a entrar en esto porque ya he reflexionado sobre ello en mi próxima novela (espero que vea la luz en Navidades), pero quiero reparar en que la literatura también tiene su precio.
Por último, me parece que las palabras más dramáticas del texto —van cargadas de intenciones proféticas—, son las que pronuncia la madre de Charles acerca de su nuera: «quien no tiene religión siempre acaba mal». Con todo, el estudio que Gustave Flaubert hace de la vida, y de las pasiones humanas (pues la novela no es más que una crónica de la vida de provincias) es para quitarse el sombrero. Su habilidad para redondear una obra hasta convertirla en modelo de perfección literario, y su ingenio para narrarlo, sitúan a Madame Bovary entre los picos más altos de la literatura universal... Que yo no tenga a esta obra en mis altares literarios no significa que no vea, y defienda, su indiscutible calidad. Pero a mí me ha faltado algo. No sé qué. Quizá menos frialdad técnica, y más pasión para contarlo.
El género en el que se halla Madame Bovary, como he dicho, es el realismo. Una corriente literaria que surge como reacción al romanticismo y que trata de describir la realidad de la manera más aproximada posible, y cuenta entre sus difusores a genios como Dickens, Tolstoi, Dostoievski, Galdós, Clarín, o Valera. Entre los españoles a mí me gusta mucho Blasco Ibáñez, por lo menos su extraordinario relato Cañas y barro, una joya narrativa de muchísimos quilates. Ahora bien, este género se le resiste a muchos lectores. Una de las razones más importantes de este rechazo es que se trata de literatura de calidad, exquisita, que no se puede engullir en un pis pas, porque si no produce indigestión y letargo. Y Madame Bovary es una obra para saborear los ambientes, los matices, las pasiones encontradas, o cómo el medio transforma a los personajes. Con este tipo de obras hay que tener paciencia, hay que mimarlas, dejarse envolver; por eso también aquí se adivina al verdadero amante literario, no sólo por los libros que lee, sino por cómo los lee.
A mí no me gusta especialmente la narrativa realista desprendida de pinceladas épicas, idealistas, o aventureras (casi todos los libros son de aventuras de una u otra manera). Y Madame Bovary, a día de hoy, no es la excepción. Quizá con el tiempo cambie de opinión. Pero ya es la tercera vez que la leo y no me chifla, aunque cada nueva lectura me ha servido para confirmar la calidad técnica de la obra. Al contrario que a Vargas Llosa, por ejemplo, un enamorado de Madame Bovary, que hizo en su día un estudio magnífico de la obra maestra de Flaubert, La orgía perpetua. Fantástico. De verdad, encomiable estudio. Y eso que el peruano no es santo de mi devoción; él ateo, yo católico. Pero no sería honesto si dijera que no me parece un excelente escritor. En cualquier caso, he pensado que quizá esa diferencia antes señalada sea el motivo por el que a Mario le apasiona Madame Bovary y a mí no. Para él Emma es un ídolo, para mí una pobre mujer a la que compadecer. Atolondrada y sin atractivo.
El Premio Nobel de literatura, que como he dicho sí admira profundamente esta obra y a su personaje principal, hace una descripción brillante de su pasión por Emma, y plasma en un análisis impecable su admiración por ésta:
«Pero no es sólo el hecho de que Emma sea capaz de enfrentarse a su medio —familia, clase, sociedad—, sino las causas de su enfrentamiento lo que fuerza mi admiración por su inapresable figurilla. Esas causas son muy simples y tienen que ver con algo que ella y yo compartimos estrechamente: nuestro incurable materialismo, nuestra predilección por los placeres del cuerpo sobre los del alma, nuestro respeto por los sentidos y el instinto, nuestra preferencia por esta vida terrenal a cualquier otra. Las ambiciones por las que Emma peca y muere son aquellas que la religión y la moral occidentales han combatido más bárbaramente a lo largo de la historia. Emma quiere gozar, no se resigna a reprimir en sí esa profunda exigencia sensual que Charles no puede satisfacer porque ni sabe que existe, y quiere, además, rodear su vida de elementos superfluos y gratos, la elegancia, el refinamiento, materializar en objetos el apetito de belleza que han hecho brotar en ella su imaginación, su sensibilidad y sus lecturas. Emma quiere conocer otros mundos, otras gentes, no acepta que su vida transcurra hasta el fin dentro del horizonte obtuso de Yonville, y quiere, también, que su existencia sea diversa y exaltante, que en ella figuren la aventura y el riesgo, los gestos teatrales y magníficos de la generosidad y el sacrificio. La rebeldía de Emma nace de esta convicción, raíz de todos sus actos: no me resigno a mi suerte, la dudosa compensación del más allá no me importa, quiero que mi vida se realice plena y total aquí y ahora.»
He escogido este texto de La orgía perpetua porque me parece muy jugoso, especialmente para mostrar un aspecto de la novela que me interesa mucho: el de la literatura como instrumento del mal, y el de la inconformidad con la vida porque se desea sin medida. Pero voy a resumir brevemente el principio de la obra para situar mis palabras. Madame Bovary comienza siguiendo los pasos de Charles Bovary. A este lo vemos crecer y convertirse en médico. Muy joven, enviuda; pero a los pocos meses conoce a la hija de un paciente (Emma, una aburrida muchacha de campo que sueña con la ciudad) y le pide matrimonio (III). Poco después se casan (IV), y Emma se convierte en la señora Bovary. Pero con el matrimonio, o la convivencia conyugal, estalla el mundo interior de Emma y ésta centra a partir de entonces toda la atención del relato. La figura principal, pues, es ella. Rápidamente, vemos, se arrepiente de haberse casado. Pero al participar nosotros de sus conversaciones, actos y pensamientos, comprobamos que la chica tiene demasiados pájaros en la cabeza, y barruntamos que no terminará bien:
«Ante de la boda, Emma creía estar enamorada; pero la dicha que hubiera tenido que resultar de este amor no había llegado, por lo cual pensaba que necesariamente se había equivocado. Y trataba de saber qué es lo que la gente quiere decir en la vida real con las palabras dicha, pasión y embriaguez, que había hallado en los libros y le parecieron tan hermosas».Poco a poco Emma se irá irritando sin motivo con su marido, lo despreciará y conocerá a otros hombres, pero no deja de ser una chica algo basta que no ha sido pulida, aunque haya pretendido recibir una educación superior a su clase. Como dice Vargas Llosa, Emma desea que su vida se realice plenamente aquí y ahora, y con esto sólo pone de manifiesto un deseo común a todos los hombres. Sin embargo, la realidad enseña que aquí no es posible la totalidad. No se trata por tanto de reprimir cualquier deseo, sino de saber que no podemos satisfacerlos plenamente: No querer vivir entre los mimbres de la realidad es un idealismo trágico que conduce a la frustración constante y, en último término, al suicidio, como le pasa a Emma. Pues una cosa es no negarse a los placeres, y otra abrirse a ellos sin medida. Y puesto que somos criaturas, todo lo que forma parte de nosotros está compuesto de límites. No reconocerlo es síntoma de inmadurez, y punto de partida de la infelicidad de muchas personas.
En relación a las sombras de la literatura, solo quiero hacer notar que Emma sucumbe a su veneno, y que la literatura puede ser también un elemento que corrompa el alma. A ella le pierden sus lecturas, sus sueños desenfrenados. No voy a entrar en esto porque ya he reflexionado sobre ello en mi próxima novela (espero que vea la luz en Navidades), pero quiero reparar en que la literatura también tiene su precio.
Por último, me parece que las palabras más dramáticas del texto —van cargadas de intenciones proféticas—, son las que pronuncia la madre de Charles acerca de su nuera: «quien no tiene religión siempre acaba mal». Con todo, el estudio que Gustave Flaubert hace de la vida, y de las pasiones humanas (pues la novela no es más que una crónica de la vida de provincias) es para quitarse el sombrero. Su habilidad para redondear una obra hasta convertirla en modelo de perfección literario, y su ingenio para narrarlo, sitúan a Madame Bovary entre los picos más altos de la literatura universal... Que yo no tenga a esta obra en mis altares literarios no significa que no vea, y defienda, su indiscutible calidad. Pero a mí me ha faltado algo. No sé qué. Quizá menos frialdad técnica, y más pasión para contarlo.
FICHA
Título: Madame Bovary
Autores: Gustave Flaubert
Editorial: Alianza Editorial
Otros: 2012, 432 páginas
Precio: 12,95 €
Tras leer otro artículo que he comentado la casualidad me ha llevado a éste. Utilizar como argumento para justificar su aprecio o desprecio por un literato (o por quien sea)la creencia o no en el catolicismo es un signo más de la obcecación ciega y de la oligofrenia a la que el fanatismo lleva.
ResponderEliminarPor cierto, Madame Bovary me resultó una delicia.
Primero, la casualidad no existe.
ResponderEliminarY segundo, me da la sensación de que no entiendes lo que lees.
Desde luego has hecho una entrada triunfal en La Cueva.