A veces una cerveza tiene la culpa de que escuchemos conversaciones disparatadas sentados a la mesa de alguna terraza. Es normal, por otra parte. Solo las personas dicen disparates. En este caso a mí me tocó escuchar un comentario de una chica hacia sus amigos acerca de la reencarnación de las almas. No me extrañó. La Nueva Era ha puesto de moda este contrasentido. Pero de todo ello se podía extraer también un aspecto positivo. Al menos ponía de manifiesto la preocupación universal por el más allá, por el alma inmortal o permanente. Cuando me ocurrió este episodio que relato, ya tenía anotado el texto que traigo a la Cueva de los libros, sin embargo, me ha servido para introducirlo. Fundamentalmente porque el ilustre Platón se ocupó del asunto del alma en uno de sus diálogos más sugestivos, el Fedón. En él se hacía eco de las últimas enseñanzas de su maestro Sócrates, antes de morir ingiriendo la cicuta tras una sentencia injusta. En él se pone de manifiesto que al sabio no le asustaba morir, pues tenía la certeza de que «después de esta vida existe todavía algo para los hombres, y que según la antigua máxima, los buenos serán allí mejor tratados que los malvados».
El Fedón es en primer lugar una lección de vida. El argumento principal es la última conversación de Sócrates con sus seguidores antes de morir suicidado tras ser condenado a muerte. El género que nos encontramos aquí es el que usa Pláton para escribir toda su obra, el diálogo. Éste plasmaba así el método socrático, pues su maestro consideraba que la mejor forma de instruir a sus discípulos era de forma oral. Así pues, Fedón, que compartió con Sócrates sus últimas horas, relata a sus amigos, interrogado por éstos, «qué dijo antes de morir y cómo murió». El coloquio penetrará en los misterios del alma humana y por este motivo el cronista, es decir, Fedón, dará título al libro que nos ocupa.
El chispazo que estalla el diálogo platónico en este caso es la admiración que manifiestan algunos discípulos de Sócrates por la actitud de éste ante su muerte. Para Sócrates, en tal situación, no existía otra ocupación que conviniera «más a un hombre que muy pronto va a partir de este mundo, que la de examinar bien y procurar conocer a fondo qué es precisamente este viaje y descubrir la opinión que de él tenemos». En este punto, y guiando a los amigos que seguían el proceso final de su maestro a través del diálogo, Sócrates profundiza y progresa en la cuestión, primero de la muerte, después, de la pervivencia del alma. En este sentido unos y otro coinciden en que la muerte es —bellísima definición— la separación del cuerpo y del alma.
A raíz de la distinción radical entre alma y cuerpo, Sócrates halla el verdadero alimento del hombre, que poco tiene que ver con los placeres del cuerpo, aunque éste sea el parecer de la gente: «Y, sin embargo, se figura la mayor parte de la gente que un hombre que no encuentra un placer en esta clase de cosas y no usa de ellas, ignora verdaderamente lo que es la vida y les parece que quien no goza de las voluptuosidades del cuerpo está muy cerca de la muerte». Sócrates, como es lógico, desprecia este pensamiento mundano. Así pues, si hay distinción entre cuerpo y alma y si los saberes propios del alma son los realmente necesarios para todo hombre, el cuerpo es un obstáculo, más que un estímulo, para adquirir verdades y en el fondo conocimiento: «El cuerpo nos opone mil obstáculos por la necesidad que nos obliga a cuidar de él (...) Además, nos llena de amores, de deseos, de temores, de mil ilusiones y de toda clase de estupideces, de manera que no hay nada tan cierto como el dicho vulgar de que el cuerpo jamás conduce a la sabiduría. Porque ¿quién es el que provoca las guerras, las sediciones y los combates? El cuerpo con todas sus pasiones».
De esta manera, se impone en primer lugar desconfiar de los sentidos, y en segundo, el siguiente corolario: «si es imposible que conozcamos algo puramente mientras que estamos con el cuerpo, es preciso una de dos cosas: o que nunca se conozca la verdad o que se la conozca después de la muerte». Por eso, después del razonamiento anterior, a Sócrates no le inquieta en absoluto deshacerse de su carne; al contrario, lo entiende como una liberación. De lo contrario su vida, dedicada al conocimiento y la virtud, no habría tenido sentido, si no hubiese vivido y afrontado la muerte con dignidad; mereciendo, según su paso por esta vida, ese trato mejor que se le dará a los buenos frente al que recibirán los malos. Además, en el más allá tendrá acceso pleno a las verdades que tanto se ha ufanado en buscar.
La muerte, por tanto, es uno de los peores males humanos para quien no tiene esperanza. La fe en el otro lado era fundamental para quien sostenía esta creencia, para sobrellevar la vida con la mejor cara; después de Cristo ya no se habla de hombres iluminados —que sin haber conocido el Evangelio advierten la presencia divina—, sino de creyentes, que saben que en Cristo, y con Cristo, han vencido a la muerte. Para los que no admiten el testimonio de la Encarnación, ni conciben de ningún modo la trascendencia, ocurre lo que sentencia Sócrates: «quien teme a la muerte ama, no la sabiduría, sino su cuerpo».
Por supuesto, aún no ha entrado directamente en el asunto del alma, aún no ha probado Sócrates su existencia, como le requerirá su amigo Cebes, pero lo anterior es la introducción necesaria para la prueba del alma. No la trataré aquí; el razonamiento anterior es suficiente para mostrar lo esencial de este diálogo. En Fedón Sócrates demuestra que el miedo a la muerte es infundado pues «aquellos a quienes se les reconoce una vida santa, se ven libres de todos los lazos terrestres como de una prisión y son recibidos en las alturas, en aquella tierra pura donde habitarán. Y de éstos, los que fueron purificados enteramente por la filosofía, viven perdurablemente sin cuerpo y son acogidos en parajes aún más admirables (...) lo que acabo de deciros debe bastar, mi querido Simmias, para haceros ver que debemos trabajar toda nuestra vida entera para adquirir virtudes y sabiduría, porque el premio es grande y bello y la esperanza halagadora».
Bendita intuición la de Sócrates, confirmada cinco siglos después con la manifestación terrenal de Dios en el mundo en la persona de su único Hijo, Jesucristo.
El Cristianismo, ese platonismo para los pobres de mente.
ResponderEliminarAhí queda, pues, tu brillante síntesis. No serás el primero ni el último en ignorar lo que diferencia la religión cristiana del pensamiento platónico.
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