sábado, 10 de mayo de 2014

Sonata de otoño: Memorias del Marqués de Bradomín de Ramón María del Valle-Inclán

Las sonatas, 4 episodios amorosos del Marqués de Bradomín, son las obras más logradas de su autor, Ramón María del Valle-Inclán, al menos en el ámbito de la novela. Sonata de otoño, publicada en 1902, es la primera de las cuatro piezas que escribió el maestro gallego; relata la historia de Xavier, un donjuán entrado en años que regresa a su Galicia natal para acompañar en sus últimas horas de vida a Concha, su prima, con la que había mantenido un tórrido amor de juventud. Desde la vejez, este conquistador excéntrico y de perfiles satánicos, evoca sus aventuras amorosas; y el autor nos remite a las mismas con tal lirismo y perfección que hasta podrían tacharse de artificiales. Pero en realidad las sonatas, tan bellas y exquisitas, son como un montoncito de diamantes.


Sonata de otoño arranca, como dije antes, con la exhortación de Concha, en forma de carta, a Xavier, contándole que está herida de muerte al sufrir una enfermedad que no tardará en llevársela. Ambos habían vivido en el pasado una relación intensa, y ella, de hecho y a pesar de haber contraído matrimonio posteriormente con otro hombre y de haber tenido de éste dos hijas preciosas, sigue amando al hombre que le robó el corazón desde bien pronto, cuando de pequeños jugaban en los pazos gallegos como juegan los niños inocentes y alegres del mundo entero. La invitación surte efecto porque Xavier, al leer la carta de su antigua y querida amante, decide regresar a su pequeña patria y asistir en el óbito a su prima, que se encuentra en el Pazo de Brandeso. 

Como se figurará el que conozca a Valle-Inclán los acontecimientos, consumada la reunión de Concha y Xavier, se enredan irremediablemente creciendo en dramatismo mientras abundan escenas lascivas, pasionales y oscuras, cuando no incluso blasfemas. Desarrollados con el derroche habitual del escritor para trazar psicologías vertiginosas. Y como es natural, los roces pasados despiertan en ambos las ascuas de un amor no del todo extinguido, pero que se ve obstaculizado por las recaídas de Concha, por la inminencia de su muerte, que saben muy próxima, y por las visitas de las hijas de ésta y la de su tío, don Juan Manuel Montenegro, el inmenso protagonista de las Comedias bárbaras. Aun así, los amantes, con más o menos resistencias foráneas, o con más o menos remilgos de Concha (que es una mujer piadosa, como todas las nacidas en el Palacio de Brandeso), unirán sus labios y sus cuerpos. 

A pesar de ello el Marqués siente una profunda melancolía, porque su relación con su prima pertenece al pasado, un pasado que él, por otra parte, idealiza. Como hace con todas sus relaciones amorosas: «El jardín y el Palacio tenían esa vejez señorial y melancólica de los lugares por donde en otro tiempo pasó la vida amable de la galantería y del amor. Bajo la fronda de aquel laberinto, sobre las terrazas y en los salones, habían florecido las risas y los madrigales, cuando las manos blancas que en los viejos retratos sostienen apenas los pañolitos de encaje, iban desojando las margaritas que guardan el cándido secreto de los corazones. ¡Hermosos y lejanos recuerdos!».

Pero es que además en esa nueva reunión ni siquiera planea sobre ellos la sombra de un incierto futuro. Concha se muere, y el ambiente del relato, lúgubre y profético, se desmaya sobre el lector, que avanza por la empinada intensidad del relato, para acabar en un clímax atroz, un canto desgarrado por la separación definitiva de dos personas que se amaron por encima de las circunstancias que los habían separado. Y cuando el Márques se lamenta al final del relato, en uno de los finales más bellos que recuerdo, a nosotros se nos encoge el corazón, tanto que podría cabernos en un puño: 
«Yo sentía una extraña tristeza como si el crepúsculo cayese sobre mi vida y mi vida, semejante a un triste día de Invierno, se acabase para volver a empezar con un amanecer sin sol. ¡La pobre Concha había muerto! ¡Había muerto aquella flor de ensueño a quien todas mis palabras parecían bellas! ¡Aquella flor de ensueño a quien todos mis gestos le parecían soberanos!... ¿Volvería a encontrar otra pálida princesa, de tristes ojos encantados, que me admirase siempre magnífico? Ante esta duda lloré. ¡Lloré como un Dios antiguo al extinguirse su culto!». 

No es extraño que tras este hermoso y triste colofón a la Sonata de otoño, venga el invierno. El final del Marqués, al que después de una vida intensa y ardiente con mujeres de diversos temperamentos y latitudes, los sueños se le secan al perder el encanto que sólo mantienen al ser regados por el amor, ese poderoso diablo que nos desgobierna y empuja hacia lo alto. 


Memorias del marqués de Bradomín

No hay comentarios:

Publicar un comentario