Pero Madrid me gusta, me gusta mucho cuando viajo para saludarla, para confundirme entre sus gentes, para contemplar sus obras de arte, para sentir su noche cayendo sobre mi alma, abandonada al trajín de una urbe que no descansa y te acoge con regocijo, invitándote a contemplarla mientras recorres sus calles y visitas las incontables exposiciones artísticas se citan a la vera del Manzanares.
Abro al llegar
mis poros buscando sensaciones que me vienen al instante. ¿Tenía razón Tierno
Galván al decir que Madrid era la ciudad del encanto y la alegría? En la calle, cierto es, se puede pasar todo el día, yendo y viniendo de todas partes, sin bostezar un
segundo o permitir que nuestro calzado se relaje, en la terraza de algún
rincón castellano, o incluso sentado en el banco de un parque en el que no
repara casi nadie pero al que suele llegar, sin anuncio previo, una brisa agradable.
Nunca es mala idea por ejemplo buscar solaz en el Retiro, entre paseos por el estanque de Alfonso
XII y miradas asombradas a la estatua del ángel caído.
Desde que la
corte se trasladó a Madrid definitivamente, por otra parte, la capital del reino español se
convirtió en el hogar predilecto de las Letras. Todos los genios del Siglo de
Oro dieron a luz sus ingenios en la villa madrileña. Quevedo, Cervantes, Lope
de Vega, Larra, Calderón de la Barca, Gustavo Adolfo Becquer… así hasta nuestro alicaído tiempo,
donde también los grandes de ahora se congregan en la capital de la vieja
nación ibérica, como Arturo Pérez-Reverte o Juan Manuel de Prada. Pues siempre
se trató de abandonar las provincias para probar suerte en la metrópoli.
Para alguien como yo, ese olor a tinta y papel de novela se aprecia muy especialmente
en los cafés, en el ladrillo de los inmuebles, en las castizas tabernas madrileñas
y hasta en la corteza de los árboles, curtidas también por mil historias
futbolísticas y otros amores clandestinos de nobles y de plebeyas.
Árboles tan
hidalgos como los que refrescan el Paseo de la Castellana. Entrar en la
principal arteria de España es atravesar otro mundo. El contraste con la Puerta
del Sol no puede ser más evidente. La Castellana es un brazo de bosque
aderezado por edificios emblemáticos y sorprendentes. La Biblioteca Nacional,
el Museo Arqueológico, la gallarda torre del BBVA, el estadio Santiago
Bernabéu… Lugares en los que de pequeño soñabas con estar si no eras de Madrid,
y sin los que no sabrías vivir si siempre hubieras estado allí.
Madrid también
convive, sin embargo, con el vicio, la polución, las prisas, el ruido, y peligros
mayores que los que asumen los habitantes de un pueblo más tranquilo. Por eso
no me extraña que haya a quien Madrid le huela a hidrocarburo y le sepa al
mismísimo infierno. Tal vez a mí también me lo pareciese llegado el momento.
Pero prefiero
pensar que nada de eso se siente en la basílica de San Francisco el Grande,
templo magnífico y solitario al que no va nadie. Para después enfrentarme a una
puesta de sol deliciosa, y medir de paso mi ridícula sombra, subido a la azotea
del Círculo de Bellas Artes; hasta que la noche caiga sobre mi cabeza y la bella
Madrid se emperifolle de luces, como si fuesen a llevarla a una fiesta en los
preciosos salones de la Casa de América.
Las
Ventas, el Palacio de Oriente, la Plaza Mayor, la catedral de la Almudena, el
Teatro Real, la actual sede del Ministerio de Agricultura, un sinfín de museos, miles de rincones por descubrir y el
insuperable Paseo del Arte, cuyo corazón es la mejor pinacoteca de la Tierra.
Entre los señeros museos Reina Sofía y Thyssen Bornemisza, el Museo del Prado son
palabras mayores. Todo un santuario para quien, pluma en ristre, va dando forma
a este artículo.
Si
el edificio de Juan de Villanueva es de primer orden, una de las obras más
importantes de la arquitectura europea del siglo XVIII en realidad, los tesoros
que alberga el palacio merecen comentario aparte.
No
aciertan en mi opinión quienes ven en los museos simples mausoleos con viejas
reliquias privadas de su marco histórico, y a sus cuadros como jamones colgados
de las paredes de una tienda cualquiera. Se equivocan porque no ven que un
museo como el Prado está vivo y se comunica. Pero no entraré ahora en debates.
Y
es que si el escenario es inmejorable, la importancia de sus colecciones hacen
de este lugar la joya de España. Ahí tiene su tesoro quien no ve en Madrid más
que la fealdad actual de la Gran Vía o el caos reinante en sus calles, fruto del
bullicio propio de la masa y de las mil protestas políticas diarias.
Goya,
Velázquez, El Bosco, Rubens, Caravaggio, Rafael, El Greco, Roger van der
Weyden, Tiziano, Durero… y hasta una copia del taller de Leonardo de la famosa
Gioconda. La mejor colección de pintura española y flamenca del mundo; la mayor
colección de cuadros de Pedro Pablo Rubens; el mejor repertorio de cuadros del
enigmático Hyeronimus van Aken… y una infinidad de obras maestras que no se
estudian ni en las facultades de arte.
Y no sólo de arte está Madrid repleta. Su historia rebosa por las calles. Lástima, insisto una vez más, el ruido incesante que impide sentir esa grandeza que aún flota en el aire.
En
fin, doy por hecho que hay otras ciudades en el mundo más apuestas que Madrid, pero
ella se parece a la diosa Cibeles, o eso me gusta figurarme a mí. Una mujer
generosa, atractiva, sensual y altanera. Una Babilonia moderna lejos del mar,
que, orientada al placer de los sentidos según el ambiente alegre y vital de
sus calles, estrangula sin embargo mi necesidad de recogimiento. Pues en Madrid tal tráfago de coches y transeúntes acaba ahogando la actividad del espíritu, hambriento de silencio y la serena tensión que provoca toda belleza. De esta manera, por el gentío que a todas horas se aprieta en la emblemática Puerta del Sol, y la congestión y mundanización de sus arterias principales, Madrid parece la postal de un lugar en declive que aún no sabe que apesta; como si en esta Babel de razas la gracia brillara por su ausencia al haberse mudado Dios a barrios menos frecuentados por perroflautas y políticos sinvergüenzas.
Madrid, en resumidas cuentas, es en sí misma una ciudad con pasajes y escondrijos de gran belleza. Pero donde el espíritu, al menos en el centro, es sofocado por el revuelo y la algarabía. Por eso sólo cuando miro a Madrid con ojos lascivos, recreándome en sus mejores rincones, mi espíritu cree entender de dónde viene el viejo y castizo dicho de que de Madrid, al cielo. En cambio, cuando es la barahúnda la que supera mis fuerzas, cuando mezclo mis miserias con las sensaciones que me produce esta villa consagrada a la Virgen de la Almudena, tiendo a pensar que hasta las más bellas ciudades no dejan de ser un sueño, una ilusión, una pesadilla por el choque de gentes sencillas y gentuza infame. Al fin y al cabo un sueño, o pesadilla, según se mire, que no deja de soñarse.
Madrid, en resumidas cuentas, es en sí misma una ciudad con pasajes y escondrijos de gran belleza. Pero donde el espíritu, al menos en el centro, es sofocado por el revuelo y la algarabía. Por eso sólo cuando miro a Madrid con ojos lascivos, recreándome en sus mejores rincones, mi espíritu cree entender de dónde viene el viejo y castizo dicho de que de Madrid, al cielo. En cambio, cuando es la barahúnda la que supera mis fuerzas, cuando mezclo mis miserias con las sensaciones que me produce esta villa consagrada a la Virgen de la Almudena, tiendo a pensar que hasta las más bellas ciudades no dejan de ser un sueño, una ilusión, una pesadilla por el choque de gentes sencillas y gentuza infame. Al fin y al cabo un sueño, o pesadilla, según se mire, que no deja de soñarse.
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