Forzoso parece a
estas alturas la eterna elección entre el bien y el mal, como si una fuerza
misteriosa nos arrastrara constantemente hacia un pronunciamiento moral.
No hay hombre,
presente o pasado, que no haya estado sujeto a tan imperiosa ley, ni
civilización que no haya hundido su curiosidad innata en los entresijos que tal
decisión entraña.
Si todas las
culturas han creído en un más allá, siendo la vida como una especie de
pasaporte hacia éste, me digo a mí mismo que no debe dar lo mismo una
existencia que otra. Incluso los habitantes de la antigua Grecia consideraban
más valiosa una vida virtuosa que otra llena de vicios y deshonra. Y eso que
para el pueblo griego, empapado de fatalidad y domeñado por un abanico de dioses
irascibles y caprichosos, el descanso eterno no ofrecía demasiado consuelo. Las
almas de todos los difuntos iban a parar al Hades, un lugar situado en el
Averno donde vivirían para siempre sin memoria, convertidos en meras sombras.
La Europa
cristiana, en cambio, se guiaría por los principios escatológicos del Evangelio.
Cristo había señalado con claridad la existencia de un fuego eterno donde irían
a parar las almas de los condenados. Allí sería el llanto y el crujir de
dientes. La contrapartida era el Paraíso. Donde las almas de los
bienaventurados verían la Gloria de Dios y se complacerían por ello eternamente.
Jamás la libertad humana se vio tan comprometida para tomar una decisión como
entonces. El cristianismo era radical al respecto. Así pues, la alternativa era
clara: o se elegía el bien, o se prefería el mal. Las consecuencias de tal
elección marcarían sin remedio el destino del alma.
Pues bien,
después de muchos años estudiando la historia del arte, ningún otro pintor como
Joachim Patinir supo ilustrar a mi juicio esta idea de forma más brillante. El paso de la laguna Estigia es la
imagen más genial lograda por un artista de esa decisión tan trascendental que
compromete al hombre a elegir entre el bien y su contrario.
De preciosista
factura flamenca, el cuadro cautiva rápidamente los sentidos. Su estética
atractiva y la belleza del paisaje emocionan y atrapan. Pero es justo cuando
queremos descubrir de qué trata la escena, cuando caemos en la cuenta de que la
pintura encierra una lección importante. Nada más rascar un poco la superficie,
se descubre que estamos ante una pintura simbólica y con una grandiosa
enseñanza. Conservada como una perla que nos espera, hasta que nos esforcemos
un poco para encontrarla.
Patinir va a
fusionar en esta obra maestra elementos cristianos con otros de la mitología
grecolatina. Desde luego, quiere enseñarnos algo.
En una
encrucijada, en medio del agua azul celeste, Caronte subido a la barca espera
la decisión del alma, la figura de menor tamaño que se encoge delante suya y
que acaba de dejar el reino de los vivos. El barquero encargado de transportar a
los difuntos de una orilla a otra de la laguna, antes de que crucen el umbral
para entrar en el Hades, espera erguido las instrucciones de su pasajero. Pero
éste no tiene un único destino delante. A sus ojos se ofrecen dos direcciones.
Conducen al infierno o al Paraíso.
Según la
composición de la pintura, la escena puede dividirse al menos en tres
fragmentos verticales que dan lugar a tres espacios claramente definidos. El
cacho central está dominado por el agua sosegada de la laguna, de un azul
profundo y fascinante, evocador incluso, con las dos principales figuras del
primer plano sobre la barcaza y una línea del horizonte muy lejana que se
pierde en los últimos escalones de la tabla. La laguna Estigia representa el
espejo en el que el alma ha de mirarse para decidir qué dirección tomar en esa
hora final.
En el lateral
derecho reconocemos fácilmente el infierno. Así nos lo indican algunos
elementos que encontramos en ese espacio. A la entrada hallamos a Cerbero, el
perro infernal de tres cabezas encargado de custodiar la puerta del Hades. En
la mitología clásica este monstruo será vencido más tarde por el inigualable
Hércules en uno de sus célebres trabajos. Sobre la torre, asimismo, varios
hombres son torturados, en la antesala de mayores horrores que son anunciados
en los fuegos del fondo.
Al otro lado del
cuadro, el Paraíso. Parece claro, pues, hacia dónde debe conducirse el alma. Sin embargo, si
no estuviera suficientemente claro qué conviene al desdichado que acompaña al
infausto Caronte, un ángel se encarga de recordárselo. Subido sobre un pequeño
risco, el querubín señala con su dedo hacia dónde debe aquél guiar sus pasos. Allí
se encuentra la felicidad eterna, que mana abundante de la fuente que se
encuentra más allá, casi al fondo del Paraíso. La Fuente de la Vida eterna que
sólo gustarán los salvos.
En el espacio en
el que se encuentra el ángel, si nos fijamos, algunos bienaventurados pasean ya
por el Cielo. Ellos ya disfrutan de la Gloria de Cristo, que figura bajo el
símbolo de la fuente, a su vez imagen del paraíso terrenal, de la que nacen
cuatro ríos, del mismo pie del Árbol de la Vida.
Pues Jesús
diría: “el que beba del agua que yo le dé
no tendrá sed jamás; más aún, el agua que yo le daré será en él manantial que
salta hasta la vida eterna” (Juan 4, 14).
No acaban aquí todavía los símbolos que presenta el Paraíso. Este espacio encantador y tranquilo es hollado por animales tan significativos como ciervos y pavos reales. Símbolos de la resurrección y la redención, respectivamente. Por su parte, el sentido simbólico de los ciervos, como escribiera en su momento Eduardo Cirlot, se halla ligado al Árbol de la Vida, por la semejanza de su cornamenta con las ramas del árbol. Símbolo de resurrección o renovación a causa de los brotes de sus cuernos, el ciervo está relacionado con el cielo y la luz; enemigo de la serpiente, puede considerársele además la antítesis del macho cabrío. En cuanto a los pavos reales, debido a su cola, particularmente colorida, la simbología cristiana ha visto en este animal la alegoría de la inmortalidad y el alma incorruptible.
Sin embargo,
¿qué intención tiene el alma que junto a Caronte se encuentra en la encrucijada
y debe decidir entre uno de los dos caminos? Mi visión no me engaña. La barca
se inclina hacia la dirección equivocada. ¿Por qué?
La respuesta no
es tan sencilla. Si hacemos uso nuevamente de la riqueza compositiva de la que
hace gala el maestro flamenco, debemos partir la escena de nuevo esta vez
horizontalmente, a la altura de la barca, formando así dos secciones
prácticamente idénticas, una arriba y otra abajo. La parte superior sería lo
que está más allá de la visión del alma. Lo que permanece invisible a su vista.
Lo que no se ve, pues es propio del mundo sobrenatural.
Esta idea queda
subrayada por un detalle genial del artista al situar la Fuente de la Vida
justo a la espalda del alma, que además está por detrás de su vigilante. Es la
maravillosa ilusión bajo la cual Patinir funde dos mundos imbricados pero sólo
uno reconocible por el hombre, el sensible. Por eso el desventurado que ha de
decidir su suerte sobre la laguna Estigia tampoco conoce los horribles
tormentos que aguardan a los condenados que han caído en la otra orilla.
Únicamente puede guiarse por el mundo que es capaz de ver, la realidad que
nosotros llamamos material, física o sensible. Es decir, el alma ve solamente lo que
Patinir despliega en el cacho inferior de la tabla.
¿Y qué se ve, me
pregunto, en este fragmento de la pintura? Un mundo sugestivo sin diferencias
aparentes, salvo una. El acceso a cada una de las orillas. Mientras la entrada
al Paraíso parece ardua, llena de rocas, y con una senda delgada que se
retuerce, la ribera que conduce al infierno resulta llana, amplia y sin
complicaciones.
Por lo demás,
ambos márgenes parecen sugerentes. En uno y otro hay vegetación y animalillos
que alegran la estancia. En el lado derecho incluso un grupo de pájaros
revolotean por el paisaje y los árboles del entorno están llenos de frutos
apetitosos. Nada sugiere, por tanto, que decidirse por este lugar sea una opción
descabellada. El alma, estoy convencido, está segura de no equivocarse.
Y en
consecuencia la barca parece poner rumbo hacia esa dirección. El ánima del
hombre o la mujer que custodia Caronte se ha pronunciado. Sin embargo, no ha
visto la trampa.
Un ser siniestro
con aspecto de simio que no encaja muy bien en ese escenario fabuloso nos abre
de pronto los ojos de par en par. Es el diablo. Escondido astutamente entre las
sombras de un mundo agradable a los sentidos con el que ha seducido a nuestra
pobre ánima de la barca. Ahí está el demonio. Oculto entre los placeres
terrenales de los que casi nadie recela.
Los frutos de
los árboles simbolizan la tentación sensual con la que Satanás hizo caer
primero a Eva y después a Adán. Les dijo que serían como dioses si probaban a
vivir sin las reglas de Dios Padre. Les apremió, como simboliza la manzana, a
que exaltaran los deseos terrenales. En cuanto a los pájaros, el maestro Paul
Diel señalaba que, sobre todo en bandada —pues lo múltiple es siempre un signo
negativo—, tenían un significado maligno, como los enjambres de insectos:
fuerzas en disolución, pululantes, inquietas, indeterminadas, rotas… Como los
pájaros del lago Estínfalo en la leyenda de Hércules, hilando de nuevo con la
mitología clásica.
Los bienes que
el hombre desea frecuentemente, como vemos, no siempre son tales. Pero al
diablo le basta con presentarnos un camino atractivo, lleno de placeres y comodidades,
para llevarnos hacia su orilla, aunque en el fondo la senda no sea un atajo
sino la propia ruina.
Con todo, la
fuerza de esta sublime pintura radica, más allá de en sus incalculables valores
estéticos, técnicos y compositivos, en el aliento del Evangelio que la recorre.
Pues aunque la profundidad de los símbolos que contiene es mayor a la que he
descrito más arriba, me gusta pensar que la obra se resume en la advertencia
que Jesús hizo a sus discípulos sobre la importancia capital del discernimiento
del bien y el mal:
“Entrad por la puerta estrecha. Que es ancha
la puerta y espacioso el camino que lleva a la perdición, y son muchos los que
entran por ella. Y es estrecha la puerta y angosto el camino que lleva a la
vida, y son pocos los que lo encuentran” (Mateo 7, 13-14).
No podían estar
mejor retratadas por Patinir las dos orillas de las que habla Cristo en el
evangelio de san Juan. Y pocos son los cuadros que enseñan una lección moral
tan decisiva. Así pues, la puerta estrecha expresa la vida cristiana, con el
sacrificio y la renuncia que lleva consigo. La puerta ancha, en cambio, son los
instintos naturales que llevan al egoísmo y las satisfacciones mundanas. Y
hacia esta entrada vemos que se vence la barca. Ya sabemos qué le aguarda a
esta pobre alma.
¿Pero servirá de
algo saberlo? Ya veremos. Mañana será nuestra alma la que pasará por la misma
encrucijada.
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