Aunque de
segundo orden para los antiguos griegos y latinos, la novela también fue un
género literario cultivado en la Antigüedad. Bien es cierto que solo unas pocas
novelas destacan, siendo la de mayor nivel de toda la literatura griega Dafnis
y Cloe, un maravilloso relato pastoril con aroma a clásico. Juan Valera, que
tradujo e introdujo esta obra para el público de habla hispana, comentó de ella
que era “la única quizá que, por la sencillez y gracia del argumento, por el
primor del estilo, y en suma, por su permanente belleza, vive y debe gustar en
todo tiempo”.
De Longo, el
autor de Dafnis y Cloe, apenas se sabe nada. Incluso su nombre parece deberse a
una confusión. Sea como fuere, su creación ha permanecido en el tiempo, manteniendo
una innegable frescura por los valores que incorpora, la nobleza de los
personajes y el agradable marco que los abriga.
Los
protagonistas de este idílico relato son Dafnis, un joven pastor que es cuidado
de niño por una cabra al ser abandonado por sus verdaderos padres, y Cloe, una
hermosísima pastora que sufre idéntica suerte y recibe el sustento de una
enternecida oveja. Ambos niños son acogidos por diferentes familias y crecen
sanamente hasta que tienen edad suficiente para encargarse de sus respectivos
rebaños. Enseguida crecerá una amistad entre ellos que acabará en idilio. Las
sucesivas dificultades para alcanzar el dichoso final, con seguridad uno de los
más felices de la historia de la literatura, suponen un dulce acicate y un
estímulo constante, aun cuando el relato explora asuntos menos prosaicos que el
aparente argumento simplón que propone nuestro autor heleno.
La historia se
encuadra por ejemplo en un orden social determinado, que recuerda al tiempo
aristocrático que describe Homero en la Ilíada. Existe una jerarquía y un orden
respetados por todos. De un lado hay señor y amos, del otro, siervos y criados. Y por encima de
unos y otros las divinidades. Pero no se trata de un orden despótico y
arbitrario, sino justo y equilibrado, porque los amos saben tratar con
magnanimidad a los hombres que están a su cuidado, y los siervos muestran un
aprecio sincero a esos señores que les permiten dar de comer a sus hijos al
dejarlos a cargo de sus propiedades. El orden familiar es igualmente
envidiable. No por eso ha erradicado el autor a individuos con peores
intenciones o dominados por las pasiones. Pero estos últimos son eclipsados por
el ambiente general, inclinado por una mayoría de corazones nobles, piadosos y
justos.
También es
extraño que Amor acierte con sus dardos y vele por la pareja recién creada,
cuando son contadas las ocasiones en que las flechas de Cupido no han dado
lugar a relaciones desgraciadas. Actualmente esta novela se ubica en el siglo
II de nuestra era. El dato no es intrascendente. Tal vez el autor ya había oído
hablar de Cristo, y por eso se lea en Dafnis y Cloe que Dios es amor, concepto
ajeno por completo a la mentalidad grecolatina.
En relación con
esto, quizá lo más llamativo de la mayor cresta narrativa griega sea la familiaridad
con la que los zagales tratan con los dioses, brindándoles ofrendas y
haciéndoles llegar en todo momento su gratitud, obteniendo como compensación
(por su virtud, pureza y sencillez) favores extraordinarios. Como lección, se
podría extraer de todo esto que los dioses siempre premian a los justos.
En Dafnis y
Cloe, al fin, triunfan los buenos sentimientos, la justicia y la piedad. El
Amor al principio parece trastornar a los dos muchachos, que se entristecen sin
motivo, se apetecen y se prometen fidelidad eterna, llegándose a leer cosas tan
hermosas como esta que pronuncia Cloe entre suspiros: “¡Quisiera ser su flauta
para que infundiese en mí su aliento!” Pero aquí no hay malicia, ni la
fatalidad que empapa cada escena de su heredera moderna, Romeo y Julieta
(cumbre para mí de la dramaturgia universal). Pues en opinión de Valera, “al
lado de gran parte de los más celebrados libros modernos, es inocentísimo el
que traducimos”. Mayor razón para incluir esta sublime aventura entre los
clásicos.
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