Mi
último paseo por el Prado ha sido memorable. Memorable porque mi memoria hará
que mi última visita al Museo madrileño sea digna de recordarse. Miércoles 28
de junio y una temperatura realmente agradable en la capital de España. La
verdad, todo hay que decirlo, es que temía más al tiempo que al tribunal al que
me tenía que enfrentar a primera hora de la mañana para superar un examen de fin
de carrera. Otra más. Pero lo cierto es que el Instituto Estatal de
Meteorología daba en el clavo, y el miércoles amanecía fresco y prometedor. La
mañana transcurrió como esperaba: acabé bordando el examen, gracias a Dios (que redobló
la apuesta que le había hecho la noche anterior), y a las 15:01 ya tenía en mis manos la
entrada general de 15 € sacada en las taquillas del Museo. La chica que me atendió me
preguntó antes de cerrar el trámite si quería visitar también los Tesoros de la Hispanic Society of
America, principal exposición temporal del Museo en estas fechas. Impelido por
una fuerza llamada libertad de espíritu le dije que no, sin pensármelo un
segundo: sólo tenía en mente mis obras de la colección permanente, que tenía
previsto desvestir a fondo y con mucha serenidad. Una vez dentro, fui consciente cada
segundo de lo mucho que estaba disfrutando ese paseo, tanto que el espontáneo
recorrido se convirtió en toda una experiencia mística.
Andaría por las salas del Museo cerca de tres horas y cuarto. A las 18:20 saludaba al
Santísimo en los Jerónimos, y sobre las 18:35 me encontraba con una amiga
frente a las escalinatas de la iglesia más hermosa de Madrid para irnos a
contar nuestras vidas. Debo decir, por si me lee —aunque esto ya se lo he dicho
a ella— que es preciosa, sobre todo por dentro (por fuera es una evidencia), y
que es una mujer de las que ya no quedan, frágil, sensible y buena. En fin, en
el Museo sólo hice dos descansos. A las 17:00 horas salí a la cafetería y
descansé unos veinte minutos. El siguiente alto, de no más de un minuto (un detalle de la pintura me llamó la atención y me levanté), fue frente al
imponente arcángel San Miguel del Maestro de Zafra.
En esta ocasión, para deambular por el Prado no me guié por ningún criterio determinado; únicamente
tenía clarísimo que iría donde me condujera el corazón y que me pararía solo en
los cuadros donde no hubiera nadie (alguna clase de criterio siempre nos pone en movimiento). De hecho en varias ocasiones cambié de
dirección radicalmente cuando varios grupos numerosísimos avanzaban en una
dirección concreta. Pero más allá de la idea general que seguiría para dar vueltas por allí dentro, puedo decir que nunca he conversado con los cuadros como lo hice ese 28 de junio, y nunca me he sentido tan libre y tan dichoso de estar en el
Prado. Seguramente, que el tribunal hubiera acabado felicitándome por mi defensa
propició en mí una paz realmente sublime.
Pues bien, en primer lugar lo que hice fue palpar el ambiente: pasear sin otra pretensión que vagar por el Prado. Finalmente —¡vaya novedad la mía!— acabé yendo a parar a la
sala del Bosco. Fue allí donde me detuve con verdadera intención en varios
cuadros. Del Bosco sólo devoré La adoración de los magos; una pintura
extraordinaria y tremendamente enigmática que me retuvo seguramente casi un
cuarto de hora, y no exagero lo más mínimo. El Jardín de las delicias ni lo miré;
miento, de un solo vistazo vi un retazo de la tabla del infierno a la altura
del misterioso Hombre-árbol, brillando con un colorido irresistible. Había
demasiados interesados en el cuadro, así que me lo salté sin ningún reparo y sin
menoscabo para mi conciencia. Al que sí presté más atención fue a Patinir. Cada
día me gusta más este pintor excelso. Le dediqué mucho tiempo al Descanso en la
huida de Egipto y a Las tentaciones de San Antonio Abad; algo menos al Paisaje
con san Jerónimo, y muy poco a mi favorito (El paso de la laguna Estigia), y
eso que casi nunca nadie le hace mucho caso. Me reafirmé entonces en la idea de
que Patinir no tiene nada que envidiar en ningún sentido al genio de Bolduque. El
preciosismo de su paleta es incomparable, así como sus detalladísimos paisajes,
o la cremosidad exquisita de los frondosos árboles que aparecen en sus deliciosas vistas.
El
orden que seguí ya no lo recuerdo. Me parece que continúe por El vino de la
fiesta de San Martín de Pieter Bruegel el Viejo, que me sumergió en jugosas
reflexiones, fruto del espectáculo de una humanidad que se agolpa para llenar
sus jarras, y sus cántaros y tinajas, del tonel rojo que nutre a la muchedumbre
con el famoso caldo de Baco. La codicia y el exceso del pueblo se representan de
forma formidable en este interesante cuadro, en el que resuenan los ecos del
Carro de heno del más internacional de los pintores flamencos.
A
continuación diría que me concentré en la obra de Rafael. Del jovencísimo
artista de Urbino me atrajeron sobre todo tres obras, aunque las examiné casi todas.
En primer lugar me dirigí a una Sagrada Familia sobre tabla de reducidas
dimensiones y precioso marco. Realmente quedé deleitado. Las tres personas
formaban una figura que nacía de la espalda encorvada de San José y apuntaba,
pasando por la Virgen Santísima, al precioso Niño, que aparece subido a un dócil
corderillo. La solicitud de los padres hacia el niño es emocionante, así como
la respuesta del Niño, girado hacia
ellos, en actitud de perfecta sujeción a sus santos progenitores. También me
llamó la atención (será porque quiero a San José como si lo conociera
personalmente) la actitud pensativa del Santo Patriarca en la Sagrada Familia
en el roble. Le estaría dando vueltas, cómo no, a la grandeza oculta que había
en ese Niño al que iban todas las miradas. Por último me volví a sorprender con
la Sagrada Familia llamada la Perla. Esta pintura sigue siendo para mí todo un
enigma. Con el pequeño Jesús mirando fuera de la escena, la Santísima Virgen
mirando a San Juan Bautista y Santa Isabel preguntándose quiénes son esos dos
niños.
Otros
«momentos Prado», donde me detuve y experimenté otras sabrosas conversaciones
con los cuadros fue en las salas dedicadas a las pinturas del Renacimiento. La
Virgen con el Niño de Miguel de Morales me embrujó unos cuantos minutos. Aquí
madre e Hijo se recortan sobre un fondo tenebroso y dan lugar a una unión
luminosa donde la madre sostiene con un amor infinito a su divina criatura, que
a su vez se aferra a ella con un cariño inmenso. No menos me sedujo la Santa Catalina de
Yáñez de la Almedina, por su porte distinguido, sus vestiduras regias y su
bienaventurada aureola. Pero la pintura que mayor tiempo y atención me ocupó
fue la Última Cena de Juan de Juanes. Me vinieron iluminaciones de todo tipo
mientras contemplaba este cuadro. Quizá la más curiosa de todas fue que éste
sería el primer cuadro que salvaría si tuviera que rescatarlo de un hipotético
incendio en el Prado. Seguramente porque con él podría explicarse hasta el fin
del mundo quién es el hombre que aparece en el centro y quiénes los santos
varones que aparecen rodeándolo.
Otro
momento Prado me lo proporcionó, mientras recorría las entrañas del Museo con
una calma angelical, entrar en el seno de las Pinturas murales de la ermita de
la Santa Cruz de Maderuelo. Después, si no recuerdo mal, me impactó sobremanera la impresionante cabeza helenística de Demetrio
Poliorcetes. La testa de bronce es sin duda de altísima calidad y belleza. Ahí
me dio por pensar que ningún humano ha superado a los griegos en escultura salvo
Miguel Ángel, que debió de contar con el auxilio del cielo para hacer sus
increíbles trabajos (en especial la Piedad, el David y el Moisés de San Pietro
in Vincoli). El ideal de belleza se plasma con perfección es esa cabeza de
bronce que por lo visto pertenecía a un cuerpo de más de tres metros de altura. Ésta posee cara y
frente amplias, nariz poderosa pero en absoluto fea, pómulos muy masculinos y
ojos grandes y profundos, una boca de labios carnosos y ligeramente abierta…
estando la cabellera particularmente bien elaborada (sus rizos forman densos bucles que simulan lenguas de fuego). Impactado quedé en definitiva con una cabeza que
no recordaba de otras visitas y que al parecer puede estar inspirada en el
mismísimo rostro de mi admirado Alejandro Magno.
Decidí entonces que había que subir a la parte de arriba. En la parte superior del Museo me esperaban al menos tres de los más importantes
momentos Prado. El primero sucedió cuando subí por una de las escaleras y me topé
con el Cristo de Velázquez. Me santigüe por representar a quien representa, y
no me arrodillé allí mismo de milagro. Lo vi solo. Creo que unas guiris echaron
una hojeada y no les agradó mucho. El siguiente gran impacto fue el mayor, y
eso que casi lo paso por alto. La obra se encuentra en la sala 6, si no recuerdo mal,
en una vitrina. Es un óleo sobre lámina de cobre de apenas 43 x 32 centímetros
que representa el Descanso (de la Sagrada Familia) de la huida a Egipto. Muy
probablemente el soporte empleado ha hecho posible que se den esos brillos
admirables que despide la pintura. En vivo, esos brillos resultan arrebatadores, tanto los de las alas de los ángeles como los de las copas de los árboles. El cromatismo
ciertamente es fabuloso. El color me recordó a Miguel Ángel, y también el dibujo; me encontraba ante una obra claramente manierista. Su poderoso San José es claramente de
inspiración miguelangelesca. Pregunté por el cuadro, y efectivamente es de
nueva adquisición. En información tardaron un rato en contestar por el
walkie-talkie, hasta que después de una pequeña confusión me informaron del
título de la obra y de su autor (Giovanni Battista Crespi, Il Cerano). No lo
conocía de nada, pero esta obra suya me había cautivado por completo. En él la
Sagrada Familia aparece como abrazada. El Niño en el centro, San José a la
izquierda, sosteniendo al pequeño con su fornido brazo mientras trata de
enrollarle los pañales, y la Virgen a la derecha, con sus brazos abiertos para
recibir al Niño, que girado completamente, se estira a su vez hacia su madre santísima (bendita entre todas las mujeres y alabada por todas las generaciones de cristianos). No sobra de la escena ni
el lindo animal que se asoma tras San José, pues el borrico introduce una nota
de devoción y ternura que fácilmente empaña los ojos. Lo cierto es que
contemplé durante mucho rato este maravilloso cuadro, que llegó a dialogar conmigo abiertamente, mostrándome secretos admirables de la Sagrada Familia, acerca de su unión admirable y de sus cuitas espirituales atravesando el desierto.
Un poco más cerca del fondo, antes
de alcanzar la última sala, me detuve (no lo miraba nadie) ante el David de
Caravaggio. Ésta es una pintura que he observado a lo largo de mis días muy minuciosamente. La verdad es que no son muchos los detalles a destacar, aunque hay más
de los que habitualmente se indican. Esta vez me fijé solamente en uno,
porque en seguida divagué acerca del significado teológico de la obra. Me fijé, como digo, en la rodilla de David, hincada sobre la espalda de Goliat decapitado. En el
rostro del joven no hay tensión alguna, como siempre se ha señalado. David, que acaba de cortar la cabeza del gigante, trata de anudar un cordel a un mechón de cabello para llevársela
consigo. La escena es tremenda por el gran contraste entre lo descrito y la
actitud del protagonista (tan parecido y tan distinto a la vez de la gran alegoría
política de Miguel Ángel). Aquí David, que es un niño, y que parece inocente,
no ha levantado aún su rodilla de su víctima; tiene por tanto ha su víctima atrapada contra el suelo con una determinación sobrehumana, inexplicable, que hoy
incluso alguien podría tildar de psicopática. Pero David no es un psicópata. Si ha
podido matar al gigante es porque es el elegido de Dios. De ahí esa
determinación implacable en David, de ahí su rostro sereno e imperturbable, de
ahí su absoluta confianza en su victoria y su templanza inexplicable. ¿Y es que
acaso no es Dios «esa sensación inanalizable de seguridad a nuestra espalda»?
Al final del pasillo, como decía, y después de disfrutar un rato de Poussin, me
encontré con otro cuadro que hasta entonces no había prestado atención ninguna y
que me fascinó totalmente, por no decir que me arrebató de inmediato. Me refiero al Paisaje con las
tentaciones de San Antonio de Claudio de Lorena, portentoso pintor de paisajes,
que en este caso pinta una impresionante escena nocturna recreando las
tentaciones del pobre santo. Por supuesto en la sala estuve solo casi todo el
tiempo, y a mi cuadro nadie le prestó la menor atención, cuando la escena que se
representaba ante mí era dantesca y suponía todo un desafío mirarla. En ella San Antonio se ve acosado por terribles diablos que
han llegado hasta él en macabras góndolas, desde una misteriosa ciudad
(el mundo) para alterar la vida solitaria del ermitaño. Algunos de estos
demonios parecen bestias. A uno de ellos, que difícilmente se aprecia entre las
tinieblas que envuelven al santo, le traiciona su boca en llamas, y por eso es posible verlo recortado sobre el tenebroso árbol tirando del manto de San Antonio con furia demoníaca, para atraerlo hacia las góndolas y echar a perder
su alma. El santo por su parte, echado en el suelo, implora con las manos
unidas mirando al cielo, con el rostro iluminado por el éxtasis de la visión
beatífica. Sin duda la pintura, impactante y evocadora, sorprende por su
tremenda modernidad. Por algún motivo encuentro similitudes entre la pintura y
la cinta del Señor de los Anillos, tanto en su estética como en su fondo.
Pues
bien, después de este recorrido aún pude experimentar un último momento Prado
frente a El lavatorio de Tintoretto. Desconozco las razones por las que ese
tramo de pasillo estaba cuando llegué perfectamente tranquilo, lo que me permitió contemplar con la
suficiente distancia la escena evangélica, la cual recreé mentalmente mientras miraba el cuadro. A Tintoretto le he cogido un
cariño especial desde que visitara su tumba en Venecia, y pudiera ver allí, en
su ciudad natal, algunas de sus principales obras. Pero en cualquier caso, este
cuadro es una de sus mejores obras; por algo el Prado posee semejante categoría. En fin, en seguida veo, al mirar el cuadro, que la acción principal de la escena está desplazada del centro
hasta la esquina inferior derecha. Ahí precisamente está Jesús, arrodillado, señalando con
su dedo a Pedro para que meta también el otro pie en la palangana.
—¿Tú,
Señor, lavarme a mí los pies?
—Pedro,
si no te lavo, no tendrás parte conmigo.
—Señor,
no sólo los pies, sino también las manos y la cabeza.
Y ya apenas pude pasear por el Prado mucho más después de contemplar El
lavatorio de Tintoretto. Le di una vuelta a la escultura de Carlos V y el
Furor, y dediqué un fugaz vistazo al magnífico Prendimiento de Cristo de Anton Van Dyck.
Maravilloso en cuanto a su cromatismo, de acento veneciano, y a su composición,
que es ideal para lograr la intensidad dramática que requiere el episodio
representado. A Rubens no le hice ni caso; había muchas personas sentadas entre
sus obras y grupos apiñados en torno a ellas. Tampoco me fijé esta vez en Tiziano. A Las meninas ni me acerqué (no
me interesaban lo más mínimo y había una multitud agolpada frente a ellas que me hubiera impedido ver nada en caso de haber querido).
Velázquez no me importó lo más mínimo salvo su Cristo (también Las lanzas interrumpieron
mi marcha un momento). A Goya ni lo busqué ni el corazón me hizo la más
mínima señal de querer ir a verlo. Sí gusté la leyenda funesta del caballero Nastagio degli Onesti y el dorado sobrenatural de la Anunciación de Fra Angélico, pero eso fue al comienzo casi de mi paseo y de todo no me acuerdo... Ahora me doy cuenta, de hecho, que la pintura
histórica me la salté por completo. Me detuve, sin embargo, en
unos cuantos bodegones y floreros, y en otras obras que no representaron para mí un auténtico momento
Prado. También reconozco ahora que hubo un hilo
conductor clarísimo en mi paseo, aunque no tuve ningún interés consciente particular que
guiara mis pasos o me detuviera frente a unos u otros cuadros.
En
resumidas cuentas, mi último paseo por el Prado ha sido memorable. Memorable
porque mi memoria hará que mi última visita al Museo madrileño sea digna de
recordarse. Sobre todo porque recuerdo estar disfrutando cada instante como nunca
antes, porque recuerdo ser consciente del placer que me proporcionaba la conciencia
de estar disfrutando. Y también muy especialmente será memorable para mí esta visita
porque después de muchas otras visitas a este Museo incomparable (en cuanto a
la calidad, variedad y cantidad de su colección pictórica), descubrí lo que son
Momentos Prado: experiencias místicas que tienen su origen en la veneración de sus pinturas y en la conversación
con sus cuadros.
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