Es sabido que Tolkien
dedicó parte de su vida al estudio del poema épico anglosajón Beowulf, y que éste influyó en su obra
maestra, El señor de los anillos. Desde luego tiene todo
el sentido del mundo que en el ámbito anglosajón Beowulf siga siendo una lectura
obligada. Pero para nada es este romance medieval una creación encerrada y
centrada en una historia local, pues traspasa las fronteras literarias, al
presentarnos a un héroe arquetípico que presenta batalla a las no menos
intemporales fuerzas del mal.
Además, por si no fuera
suficientemente atractivo el argumento de este romance heroico anglosajón de la
Alta Edad Media, su final nostálgico y pesimista, que no encaja del todo bien
con el género épico al que pertenece, ofrece a la interpretación del lector
apasionado cuestiones sabrosísimas.
El texto en sí pertenece
a un cristiano inglés anónimo, que lo compondría en la primera mitad del siglo
VIII, aunque después sufriría un segundo proceso de redacción (por otro autor
anónimo) hasta cuajar en la versión actual, un par de siglos después. Tolkien lo consideró tanto una «elegía heroica» como un «romance histórico». El poema
mezcla elementos históricos con otros mitológicos y sobre todo fantasiosos.
Aunque la mixtura principal la conforman la historia cristiana y unas cuantas
leyendas paganas. Además, abundan los monstruos, a los cuales el héroe se ve en
la obligación de enfrentarse.
El héroe en cuestión, Beowulf, es presentado por el poeta como un
guerrero excepcional que no duda en servir a su país con los dones (entre ellos
la fuerza y la nobleza de espíritu) que Dios ha querido otorgarle. A su muerte,
herido mortalmente por un dragón, los hombres le lloran y afirman de él que
«fue de entre todos los reyes el más apacible y amante del pueblo, el más
amigable y ansioso de gloria». Por eso «con ánimo triste lloraban los hombres
al príncipe muerto».
Lo que más interés ha
despertado en mí la lectura de este relato épico, traducido directamente por Tolkien y aparecido en español en una edición magnífica de Minotauro,
es el final doliente del mismo, con unos funerales conmovedores, que tal vez
insinúe que para los diversos pueblos no puede haber final feliz si estos han
sido privados de sus reyes (o grandes gobernantes). Esa idea quizá es la que
más me satisface del triste desenlace.
Por otro lado, pero en
relación con lo anterior, me atrae sobremanera de este poema la forma en la que
el poeta muestra a las fuerzas del mal, para nada encubiertas, sino furiosas y
activas contra el género humano; un género humano, por cierto, plenamente
consciente y prevenido de los manejos de éstas. Hay en esta elegía heroica, sin
lugar a dudas, un conocimiento del mal prácticamente teológico, sin el cual no
sería fácil caer en la cuenta de que «a muchos a veces aflige el pesar que uno
sólo causó».
Impresionan, en
definitiva, las motivaciones del mal, que, como señala el autor bíblico, se
resumen en los pecados de la soberbia y la envidia. De ahí que narre el autor
del Beowulf que «el
monstruo maligno, con rabia terrible, allá se irritaba en las torvas tinieblas,
día tras día oyendo en la sala el gozoso alboroto, los sones del arpa y el
canto del bardo […] Oculto en la noche Grendel marchó al hermoso palacio, queriendo saber lo que hacían los hombres
después de la fiesta. Vio que el sueño los nobles daneses allá disfrutaban:
nada malo temían, ninguna desgracia»… Durante doce años sufrieron los daneses
los ataques del demonio, impotentes, hasta que un héroe apareció para librarles
del monstruo.
Conclusión: el mal acecha
en todo momento, y sólo alguien más poderoso que el mal puede vencerlo. El
genial autor de Beowulf acabó mostrando, en definitiva, qué
es lo que le ocurre a los hombres que no están bajo la protección del Gran Rey.
Exposición brillante de la realidad espiritual que no deja de admirarme…
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