A Hesse se le conoce sobre todo por obras como El lobo estepario, Siddhartha o Demian. Obras todas ellas impregnadas de un evidente sustrato espiritual. Bastante menos conocido, en cambio, es este maravilloso libro dedicado íntegramente a San Francisco de Asís, que estaba inédito en español hasta que decidió publicarlo Edhasa. Pues bien, parece ser que desde muy temprana edad, Hermann Hesse estuvo fascinado por la figura de Francisco. De alguna manera fue para él un pariente, un faro y un amigo en la distancia. Le asombraron su determinación y su conducta. También que no hiciera nada a medias y que no predicara nada que él mismo no cumpliera a diario, hasta tal punto que su ejemplo sostenía y respaldaba siempre su enseñanza. Es decir, por encima de todo, Hess admiraba su ética.
Respecto al gran protagonista de este librito, San Francisco de Asís, ¡qué diremos! Fue un varón ejemplar, sobresaliente y universal, y a pesar de todo escasamente conocido en los círculos no cristianos. El autor afirma que los dos rasgos básicos de su personalidad, esos que explicaban todo su ser y su vida, eran «su apasionado afán de alturas y al mismo tiempo la alegre mansedumbre y afabilidad de un niño» (p. 75). También lo describe Hess al gran santo como un hombre de «mirada límpida», y de «carácter vivaz y luminoso e inclinado de corazón por todo lo bello y alegre» (p. 19). Lo cierto es que hubo pocos santos tan excelentes como él. Tal vez ninguno.
En cuanto al libro en cuestión, es una reunión de varios escritos, resúmenes de la vida y las leyendas en torno al santo que Hermann Hess compuso a lo largo de su vida. Más lograda quizá es la primera biografía, de prosa sencilla, sonora y muy bella. He aquí un ejemplo, del episodio que más marcó la vida del santo:
«Ocurrió entonces que en el primer día de viaje el joven oyó la voz de Dios, de tal modo que su corazón tembló y en su interior se desvanecieron las deliciosas imágenes del placer y la vanidad. Nadie sabe lo que se le comunicó en esta hora, ni qué tipo de voces doblegaron y desgarraron su alma. Sobre el instante en que se decide el destino interior de un hombre siempre se expande una oscuridad, como sobre un misterio sagrado. De cuáles fueron los pensamientos de Francisco o de sus rostros interiores, de eso nunca habló. Pero debe ser que de pronto los enigmas de la vida y de la muerte se le presentaron con claridad ante los ojos y una fuerza sagrada lo obligó de manera ineluctable a hacer una elección y a buscarle una meta a su camino» (pp. 23-24).Así pues, a Hess le hubiera faltado talento y grandeza literaria si hubiera escrito con menosprecio de un hombre como éste. No se puede esconder, sin embargo, que el escritor alemán arroja algunos reproches contra la Iglesia de aquel entonces, pero también es cierto que no duda en algunos momentos en referir hechos loables de la misma y, sobre todo, trata al gran santo con ánimo magnánimo y el mayor de los respetos, y no como hizo con otros santos en su mamotreto el tacaño Umberto Eco.
Caben sin embargo un par de observaciones. La primera es que no se puede pasar por alto que Hess reduce a San Francisco de Asís a un hombre con una ética elevadísima pero sin conexión aparente con la fuente que la hace posible y que es la gracia. Francisco fue probablemente el discípulo más fiel que tuvo nunca Jesucristo. Éste era para el santo su Señor y su Dios; de éste estaba enamorado y a éste aspiraba a conocer en la vida eterna. Hess, sin embargo, confiesa en una carta dirigida a una amiga: «(...) por mi parte, no creo en absoluto que exista una religión verdadera y doctrinas mejores y únicas... Si lo más alto son la suave empatía, la bondad y la compasión, entonces Francisco fue uno de los hombres más grandes» (p. 135). Virtudes extraordinarias que sin embargo no reflejan la condición cristiana del santo.
La segunda observación que puede hacerse a este maravilloso libro es doble y enlaza con la anterior. Hermann Hess omite deliberadamente, por un lado, la entrevista del santo con el sultán de Egipto, y por otro, su celo evangélico. Y si se suprime el afán de Francisco por convertir a los mahometanos al verdadero Dios, queda sin duda un ser extraordinario pero irreal. Precisamente porque la energía de San Francisco provenía de la pureza de su fe. Por tanto, desvestir a il Poverello de su condición cristiana es una forma de hurtar al lector la verdadera talla del personaje.
Con todo, da la sensación de que Hess entiende que la fuerza de aquél debió irradiar de fuentes desconocidas y revitalizantes, al sostener que la celestial impronta dejada por el santo a su paso por la Tierra sirvió de líquido amniótico, y de punto de partida también, al esplendoroso arte que se materializó acto seguido en suelo italiano. Tesis de enorme hondura que comparto absolutamente.
Así que sin más que añadir por mi parte, y a pesar de las reconvenciones anteriores, San Francisco de Asís de Hermann Hess me parece un libro maravilloso y cautivador que gustará a todo el mundo.
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