En el capítulo 40 del libro del Eclesiástico se ofrece una imagen impresionante de la condición humana. Una imagen que, más allá de las creencias de cada uno, refleja con exactitud la realidad íntima del hombre.
Así pues, dice el autor bíblico, cargado de razón, que «Dios ha asignado una gran fatiga y un yugo pesado a los hijos de Adán, desde que salen del vientre materno hasta que mueren: preocupaciones, temor de corazón y la espera angustiosa del día de la muerte. [...] ¡cuánto afán y ansiedad y temor, pavor mortal, pasión y riñas! Y cuando se echa a descansar en la cama, el sueño nocturno lo turba: descansa un momento, apenas un instante, y lo agitan las pesadillas; aterrorizado por las visiones de su fantasía, como quien escapa huyendo del que lo persigue; y cuando se ve libre, se despierta sorprendido de que su terror no tenía objeto. Esto sucede a los vivientes, hombres y animales, y siete veces más a los pecadores: peste y asesinatos, reyertas y puñales, ruina y desastre, hambre y muerte. Para el malvado fue creada la desgracia, por su culpa no se aleja la destrucción. Lo que viene de la tierra vuelve a la tierra, lo que viene del cielo vuelve al cielo. Soborno e injusticia pasarán, la verdad dura para siempre».
Éste es un texto muy llamativo, o al menos a mí me lo parece, y creo que conviene considerarlo despacio. He aquí solo algunas pinceladas: Una de las afirmaciones más interesantes del mismo es que los terrores humanos, en buena medida, son infundados. Otra es que el mal es caduco. Y sin embargo la humanidad siente miedo y sufre desgracias; males, por cierto, que el hombre podría evitarse si fuera benigno, pero está corrompido hasta el tuétano.
No hay comentarios:
Publicar un comentario