Serían alrededor de las siete de la tarde cuando logré al fin sentarme en la privilegiada terraza del Café de Oriente. Acababa de visitar la ermita de San Antonio de la Florida, en cuyo elegantísimo seno había mostrado mis respetos por los restos de Goya y admirado después la maravillosa decoración al fresco que el genio aragonés pintara en 1798 en uno de los templos más populares de Madrid, dedicado al prodigioso San Antonio de Padua.