Cada 9 de noviembre, los cristianos celebramos la dedicación de la basílica de Letrán, sede del obispo de Roma, que precisamente por caer este año en domingo, ha tenido más repercusión que cuando cae entre semana. Pues bien, esta celebración me ha instigado esta mañana, después de salir de la santa Misa con el alma jubilosa, a poner por escrito una reflexión que ya venía rumiando desde hace tiempo; seriamente, mientras volaba de regreso a casa de Roma hace ahora mismo alrededor de año y medio. Allí visité casi 30 iglesias en seis días. Debo decir que la majestuosidad de éstas, mi fe y la compañía de otras personas mientras las desnudaba con la vista, me hizo pensar sobre el fenómeno del turismo y la moda de hacerse la foto en todos los lugares, ya sean sagrados o no, ya nos importen tanto como un comino.
Por aquellas fechas, de hecho, un amigo me había comentado que un conocido suyo había viajado recientemente a Roma pero que no había podido entrar a la basílica de San Pedro porque -según él- los curas estaban haciendo sus cosas. ¡Ver para creer! Al parecer el turista se debería sentir incordiado si la Iglesia está ocupada en el templo celebrando el culto divino. Tal vez a este impresentable tendrían que cobrarle una tasa para entrar a San Pedro, como se la cobran cuando visita las instalaciones de su club de fútbol favorito o cuando entra a un museo. Y es que si a la mesa el adulto demuestra como en ninguna otra parte su educación, no menos significativo es el comportamiento que mostramos cuando hacemos uso de eso llamado turismo. Y por eso a muchos turistas se les puede considerar borregos incultos, pretenciosos y egoístas.
Ahora bien, ¿deberían cerrarse las puertas de los templos para el público en general y que aquéllos sólo fuesen ocupados por los fieles en las horas de culto? Este es a mi parecer el meollo de la cuestión. Es decir, si las iglesias de piedra son lugares reservados exclusivamente al culto a Dios, ¿por qué han de entrar en ellas personas que -sanamente o no- lo único que pretenden es aliviar su curiosidad o presumir inútilmente de donde han estado? Yo no creo, sin embargo, que se deba prohibir la entrada a los templos cristianos a quienes no sean creyentes. En absoluto. Pero la reflexión, cuando menos, es legítima. Los templos son casas de oración, aunque como edificios materiales remitan a una realidad espiritual, que es la Iglesia misma. Los templos, por tanto, sirven para que los cristianos se congreguen para el culto y la oración y recuerden que forman parte de un pueblo que se reúne porque atiende la convocatoria a la que Dios lo llama. No son, así pues, galerías en las que los turistas puedan solazarse.
Pero también los templos cristianos son manifestaciones artísticas esplendorosas, monumentos magníficos que deslumbran a toda clase de hombres, y por los cuales éstos se sienten atraídos, aunque no participen del sacrificio eucarístico ni en la oración ante el sagrario. No obstante, la belleza de estos lugares remite a un fin religioso y es buscada para dotar a la casa de Dios de la mayor dignidad posible. Por tanto, si las iglesias han de ser de todos, porque las puertas del cielo para todos están abiertas, entendamos que son lugares sacralizados que no han sido concebidos para el esparcimiento de nadie, sino para celebrar un misterio que ha sido entregado a todos y que merece, por la cualidad de quien procede, el máximo respeto.
Pues a nadie le da gusto, digo yo, que los invitados que recibe en su casa se tomen confianzas que no les corresponden.
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