John Steinbeck (1902, Salinas,
California-1968, Nueva York), recibió el premio Nobel de literatura en 1962 con
todo el mérito del mundo. Entre sus obras más conocidas se encuentran Las
uvas de la ira y Al este del Edén, popularizadas por sendas películas
de gran éxito, la primera dirigida por John Ford (1940), y la segunda
por Eliza Kazan (1955). Sin embargo, a pesar de sus obras
mayores, Steinbeck cuenta con otra magistral novela de tamaño muy
breve que es una auténtica joya. La perla. Ésta, obviamente, no goza de la
misma popularidad que las dos grandes creaciones del escritor norteamericano,
pero si me apuran, diría que es lo mejor del autor; una deliciosa historia
llena de ternura, maldad y con una moraleja final que trasciende el ejercicio
meramente recreativo de leer un libro. Las primeras páginas, hasta el incidente
de Coyotito, se encuentran para mí entre las mejores páginas que la
literatura ha brindado jamás.
En 1948 salió a la luz La perla; hoy,
a pesar de los años transcurridos, me parece que su historia resiste el paso
del tiempo como pocas lo han hecho. La trama se reduce a muy pocos personajes.
Una familia compuesta por tres miembros: Kino (pescador), Juana (su
esposa) y Coyotito (el hijo de ambos), y además del hermano de Kino y
su mujer, un doctor absolutamente perverso y detestable.
Todo gira por tanto en torno a Kino, su mujer y su hijo. Cuando el pequeño sufre un contratiempo que suspende del lector el aliento, Kino y su mujer se rebelan contra el infortunio y pelean como leones para salvar a su hijo. Sus condiciones no son las mejores. Viven en los suburbios de Nayarit, lejos de la ciudad, en una miserable cabaña a orillas de la playa. Decir que viven con lo básico es decir mucho. Y sin embargo son felices. En la comunidad son respetados, tienen un hogar propio, más humilde o menos, y comen de lo que pesca Kino y las tortas que prepara Juana. El marco parece idílico. Pero todo tiene su contrapartida, y la canción del mal, antes o después, acaba sonando en la vida de todo mortal. Por eso cuando a Coyotito le sobreviene la desgracia se desencadena la tormenta. La temible ciudad se muestra como la única salvación del niño. Pero en lugares como éste sin dinero no eres nadie. Y ellos no tienen nada. Kino entonces se adentra en el mar con su canoa en busca de un milagro. Si encontrase una gran perla, podría venderla y curar a su hijo. No piden su curación. Piden tener un medio para poder curarlo. Pero no saben que ese aparente remedio será su maldición. Porque la codicia de los hombres no tiene límites.
John Steinbeck cierra el círculo de esta historia sin dejar ningún cabo suelto. No obstante, cuando se lee la última página de La perla se tiene conciencia inmediatamente de que se pueden extraer mil conclusiones de la misma y de que cada lector recibirá una lección diferente al final de la historia. Como dice el autor: "Si esta historia es una parábola, acaso cada uno sepa darle la interpretación que le hace falta para leer en ella su propia vida". Sea como fuere, este efecto solo está al alcance de los grandes. Pues no es fácil sugerir con parábolas tan hermosas un abanico de significados tan amplio.
Pero incluso si se lee La perla sin pretensiones de ninguna clase, cada párrafo suyo es una gozada. Literatura de muchos quilates. Literatura que, así, da arranque:
"Kino se despertó casi a oscuras. Las estrellas lucían aún y el día solamente había tendido un lienzo de luz en la parte baja del cielo, al este. Los gallos llevaban un rato cantando y los madrugadores cerdos ya empezaban su incesante búsqueda entre los leños y matojos para ver si algo comestible les había pasado hasta entonces inadvertido. Fuera de la casa edificada con haces de ramas, en el plantío de tunas, una bandada de pajarillos temblaban estremeciendo las alas"...
Con razón he visto después reflejos de Steinbeck en la prosa de Ernest Hemingway y Vicente Blasco Ibáñez. Pues todo maestro ha sido antes discípulo de otro grande. Y John Steinbeck es de los escritores norteamericanos tal vez el más grande que ha habido nunca. Con permiso de un tal James Salter.