La
Orestea u Orestíada es la única trilogía completa que ha sobrevivido hasta
nuestros días del genial Esquilo. Y de las ochenta obras que se conocen del más
arcaico de los poetas trágicos, siete solamente se conservan. Agamenón es precisamente
la primera parte de la trilogía que tiene a Orestes, hijo de Agamenón y
Clitemnestra, por eje de la misma. En ella, el héroe cuyo nombre da título al
libro, regresa a casa, después de una década de fatigas frente a las murallas
de Ilío. Pero lo que le aguarda al comandante en jefe de las fuerzas aqueas no
es un recibimiento amable, al contrario de lo que le sucede a Ulises en su
vuelta al hogar, sino un acto sangriento más de la interminable maldición que
pesa sobre la casa de los Atridas. La tragedia arranca por tanto con la
interrogación mayúscula que supone el poder contagioso del mal y la necesidad
humana de reparar toda injusticia.
Con
estas tres piezas Esquilo ganó el certamen literario de la ciudad de Atenas en
el año 458 antes de Cristo, o de la era común, como dicen ahora los imbéciles
de la Nueva Era. El tema era afortunado. También con él se pretendía educar a
los ciudadanos atenienses.
Agamenón,
como se ha dicho, vuelve a Argos tras conquistar con los argivos la ciudad de
Príamo para encontrar la muerte a manos de su propia esposa mientras se baña.
No disfruta el héroe por tanto la gloria que se entrega a los campeones de
disputas bélicas; por el contrario, recibe una muerte ignominiosa. Clitemnestra
cree tener motivos suficientes para derramar la sangre de su esposo. ¿Pero los
tiene realmente? Lo cierto es que en parte sí.
Agamenón
había dado muerte en primer lugar a su hija Ifigenia para calmar la tempestad
que impedía partir a las naves griegas hacia Troya. Y una década después regresa
a su hogar con una esclava como símbolo de victoria. Casandra es un personaje
extraordinario que vive en sus propias carnes el infortunio sin tener culpa de
nada. Para Clitemnestra, que ha dejado entrar en su cama a Egisto, primo de
Agamenón, mientras le nublaba el juicio el recuerdo de su hija sacrificada, es
la gota que colma el vaso, el resto que detenía la espada de Damocles sobre la
cerviz de su marido. Así, con engaños, la esposa acoge a su cónyuge y en el
momento propicio acaba con la vida del héroe.
Clitemnestra
creer haber hecho justicia. Casandra e Ifigenia son razones de peso. Olvida sin
embargo su adulterio. Por eso para Esquilo una justicia parcial no deja de ser
una injusticia. Y el juicio humano nunca es del todo acabado y perfecto. Por
eso el acto de esta feroz reina es posteriormente castigado. No en vano ha
dejado huérfanos de padre a un hijo y una hija: Orestes y Electra.
Se
mire por donde se mire, unos y otros tienen razones, y al mismo tiempo ninguna,
para actuar como lo hacen. El castigo de la nueva injusticia será no obstante
el tema de la siguiente tragedia, Las Coéforas.
Los
ancianos argivos que componen el coro de esta tragedia, volviendo a Agamenón,
ponen de manifiesto el eterno valor que han dado los hombres de todo tiempo a la
justicia, cuyo fundamento, por cierto, siempre han situado más allá de sí
mismos: «Alguien dijo que las deidades no se dignan siquiera cuidarse de los
mortales que pisotean el honor de lo inviolable. No era ése un hombre piadoso».
El
asesinato ha sido un acto impío para todas las civilizaciones que han poblado
la tierra. Desgracia que atrae otras desgracias al no ser debidamente
satisfecha. Pues «la negra sangre caída
a tierra de una sola vez con la muerte de un hombre ¿quién podrá volver a
llamarla a la vida mediante ensalmos?». El conflicto familiar presentado por
Esquilo es terrible. De él se vale, así pues, para lograr una tragedia inmensa,
y especular sobre la naturaleza de la justicia y quién debe legítimamente administrarla.
Dos
ideas quisiera destacar finalmente de esta obra, al margen de la opinión
negativa que tiene Esquilo de la mujer y de su esfuerzo por advertir al público
sobre la inestabilidad de las cosas humanas. Se trata de redundar más o menos
en lo mismo con otras palabras. Una es la visión distorsionada o incompleta que
tiene el ser humano de la justicia, que con frecuencia conduce al hombre a
creer que la justicia está de su parte. Justicia, por otro lado, que nunca
representa para la víctima una restitución perfecta de lo que ha perdido. La
otra idea tiene que ver con el poder infeccioso del mal. Un misterio oscurísimo
y temible.
Las
obras de Esquilo, en resumidas cuentas, no son noveluchas para gentes que no
pasan de los fast food literarios.
Hombres y mujeres que, aunque parezca imposible, cuanto más leen menos saben, y
cuantas más páginas consumen, menos les importan las grandes cuestiones. Con
entretenerse ya tienen suficiente. Su horizonte no es más lejano que la medida
de sus narices. En cambio, se podría dedicar una vida entera a estudiar las
tragedias de Esquilo, y con seguridad no podría decirse de ésta que hubiese
sido vivida en balde.
Obras de Esquilo:
La Orestea:
*Agamenón
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