Las personas que saben de esto consideran,
con acierto en esta ocasión según mi parecer, que La Regenta es
la mejor novela española del siglo diecinueve. A la misma altura como mínimo
que Fortunata y Jacinta, y no muy por debajo de la más alta
cumbre de las letras del viejo reino de Castilla: Don Quijote de la Mancha.
La obra maestra de Clarín recibió en su día encendidos elogios y
también severas críticas, aunque disfrutó de escaso éxito. Después pasó su hora y dejó de interesar a casi
nadie. Esta sinfonía narrativa mantiene pese a todo ese aroma singular que
emana de los grandes clásicos. En él se fragua en realidad la enorme
preocupación espiritual del escritor zamorano, cuestión esencial, y fundamento,
de esta obra prodigiosa, triste y auténtica, a pesar de haber sido utilizada
desde entonces como metralla contra la Iglesia.
La
Regenta fue
publicada por Leopoldo Alas en dos tomos, que salieron con algunos meses de distancia (1884 y 1885). Es La Regenta la crónica de una ciudad de provincias, Vetusta,
y por tanto el retrato vital de sus habitantes. Presiden la acción Ana Ozores, Fermín de Pas y Álvaro Mesía, pero no menos importantes en el devenir o configuración de la misma son otros personajes como Víctor Quintanar, doña Paula, Fortunato Camoirán o Petra. La propia Vetusta podría incluirse también en esta lista, pues su particular ambiente queda impresionado con genial maestría por el brillante Leopoldo, cuyo estilo apresurado y vigoroso evidencia su espíritu apasionado y su muy bien amueblada cabeza.
Es sin embargo La Regenta una obra profundamente pesimista. Denuncia Clarín en ella principalmente la hipocresía humana, las miserias y bajezas de su estirpe, sus vicios más inconfesables y en apariencia inocentes, en medio de una normalidad indeseable, de la mediocridad y el aburrimiento, de las necias rutinas, de costumbres que se han convertido en poses. Salvo la gula, los demás pecados capitales desfilan ufanos entre las páginas, agarrados al alma de los personajes. La virtud es finalmente vencida, y no parece que pasiones ilegítimas pudiesen frenarse de ninguna manera. De ahí que el determinismo social que proponía a la sazón Zola en sus novelas tenga aquí cierto eco. ¿Basta, pues, como asegura uno de los personajes de La Regenta, la educación contra la naturaleza?
El clero, por otro lado, sale ciertamente mal parado de esta novela psicológica de contenido moral. Muchos se han corrompido y aborrecen con hechos la fe que confiesan o confesaron: «El coro había terminado: los venerables canónigos dejaban cumplido por aquel día su deber de alabar al Señor entre bostezo y bostezo. Uno tras otro iban entrando en la sacristía con el aire aburrido de todo funcionario que desempeña cargos oficiales mecánicamente, siempre del mismo modo, sin creer en la utilidad del esfuerzo con que gana el pan de cada día». Terrible verdad que podría aplicarse a unos cuantos sacerdotes, pero Clarín emplea aquí trazos demasiados gruesos, haciendo general la desidia y hediondez que luego aprovecharán los enemigos de la Iglesia, sin penetrar en la superficie para atender a la religiosidad de esta obra, dominada por la espiritualidad de Tomás de Kempis y San Alfonso María de Ligorio.
El Magistral, por su parte, posee no obstante una ambición desmedida. Dice de él Clarín que Don Fermín de Pas «era la ambición, el ansia de dominar; su madre, la codicia, el ansia de poseer». Había soñado con más alto destino, tenía al Obispo en su garra y Vetusta era su pasión y su presa. Por eso cuando Ana despierta en él un amor carnal que al principio se niega a reconocer, revientan sus costuras y se manifiesta en todo su esplendor el conflicto que lo atormenta. Enfrente, como es sabido, rivaliza por el amor de Anita el tenorio local, Don Álvaro Mesía, presidente del casino y jefe del partido liberal dinástico. Conquistar a Ana es su mayor aspiración. Amor imposible en principio para uno y otro al estar la regenta casada con Víctor Quintanar, hombre entrado en años, muy aficionado a la caza y al teatro del siglo diecisiete, que quiere a su mujer con afecto paternal mientras ella anhela los arrumacos propios de un marido.
Ninguno queda en buen lugar al final de esta prodigiosa obra. En Ana pesan y mucho lecturas mal digeridas y un espíritu soñador que no encuentra descanso ni verdadera dicha. En ella se puede aplicar mejor que en ninguna otra criatura de este fresco literario la definición del ser humano dada por Kierkegaard, otra alma llena de tormento, como grieta sedienta de infinito.
Ana buscará en su niñez consuelo en los libros. «La idea del libro, como manantial de mentiras hermosas, fue la revelación más grande de toda su infancia: ¡Saber leer!». No en vano también a Don Víctor le costará muy caro su afición por las comedias de capa y espada, la sinrazón de su duelo a muerte con el donjuán de Vetusta. Poco antes de esto, el pobre ya presiente su desenlace. Entonces cae en la cuenta de que los dramas de capa y espada que tanto le gustan son reales y los viven personas como él en la intimidad de sus hogares. «¡Pero qué feos eran, qué horrorosos! ¿Cómo podía ser que tanto deleitasen aquellas traiciones, aquellas muertes, aquellos rencores en verso y en el teatro? ¡Qué malo era el hombre! ¿Por qué recrearse en aquellas tristezas cuando eran ajenas, si tanto dolían cuando eran propias?».
En Vetusta domina un ambiente viciado, de mezquindad, de mentira, de aburrimiento enquistado, de chismes divulgados por sujetos inmorales; todas las clases sociales quedan retratadas: la aristocracia, que tras la fachada esconde hedores de muerte; la clase media, que quiere y no puede, no ser mejor, sino igual de miserable; y el escalón inferior, empachados de envidia e igual de mezquinos que los que disfrutan de mejor honra. Ana, el alma sensible, pero caída fatalmente al final de esta obra maestra, no encuentra su espacio en esa cloaca: «De lo que estaba convencida era de que en Vetusta se ahogaba; tal vez el mundo entero no fuese tan insoportable como decían los filósofos y los poetas tristes; pero lo que es de Vetusta con razón se podía asegurar que era el peor de los poblachones posibles». En estas líneas se detectan las tentaciones de Ana, y el peso tremendo de la cruz que llevan quienes desean vivir al margen de un mundo que sólo ofrece fuegos artificiales porque es incapaz de cumplir las promesas que las almas sedientas de infinito ansían.
Derrotada la virtud de Ana, para regocijo popular, no quedan figuras dignas en pie. El mundo, como dice el Magistral, es un lodazal, y Clarín tinta de colores lúgubres el último tramo de su extraordinaria novela, de su drama pesimista, existencialista y espiritual. Apenas brilla sin embargo una luz, la del Obispo, que apenas aparece en la obra pero sirve de violento contraluz para perfilar el enorme personaje de Don Fermín de Pas, en asombroso contraste. Es el único que ha permanecido lejos de las diversiones mundanas, el único que no se ha mezclado sustancialmente con los hijos del dios de este siglo, el único del que nadie duda en toda Vetusta que sea un santo.
Quizá, como Noé, el único justo que ha encontrado en toda su monumental obra Clarín. El resto, como confiesa Ana cerca ya del final, forma parte por tanto de esa merienda de negros que es vivir sin tener por fin la santidad, creyendo pues que la vida es «gozar del placer dulce de vegetar al sol».
Clarín, solo como apunte final para los lectores de La cueva de los libros, murió recibiendo los sacramentos, a pesar de haber sido durante gran parte de su vida ateo reconocido. ¿Lo vaticinó en su obra maestra sin saberlo? En La Regenta, uno de los personajes más honestos, el ateo de Vestusta, Don Pompeyo Guimarán, muere tras convertirse a la fe católica en el último instante. ¿Reconoció por tanto Leopoldo Alas de dónde procedían esas «vibraciones de las cosas que hablan de una música recóndita de ideas y sentimientos» que brotaban del corazón de Ana? Parece que sí. No cabe duda que esta novela no podría haber sido concebida por un alma menos sensible y elevada.
Te felicito por tu blog y te invito al mío. Nuestro ideario no está muy lejos uno del otro :-) Un abrazo y sigue así de valiente.
ResponderEliminarAna
http://frasesdedios.blogspot.com.es/
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Gracias Ana. Sigo tu blog con gran entusiasmo. No lo conocía, pero me ha parecido un extraordinario espacio de divulgación. Y sí, ciertamente compartimos lo más importante.
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