No
es fácil explicar el arco que comprende la conversión de las implacables Erinis
en benévolas Euménides. En la tercera y última parte de la Orestea, Esquilo
rompe la cadena de maldición y muertes de la casa de los Atridas con un voto de
gracia de la diosa Atenea. La justicia humana sin embargo, y esto es lo
impresionante, representada por el jurado de ciudadanos atenienses, es incapaz
de resolver si tiene razón Orestes o las Erinis, y en consecuencia empatan a
votos. La respuesta ofrecida por Esquilo para explicar la injusticia y el mal
introducido en el mundo, y cómo deben ser restituidos dentro de un orden que se
haga respetar verdaderamente, es que se trata de un misterio que desborda por
todos lados al hombre, pero que no queda más opción que delegar en una
autoridad humana este tipo de decisiones si no queremos que cada uno sea juez y
parte de sus propios intereses.
En
Las Euménides, así pues, cada parte reclama lo que le afecta personalmente.
Orestes, perseguido por las perras de su madre, suplica el favor de los dioses; de ser escuchado, sabe que debería ser protegido. Y así sucede. Apolo,
instigador por cierto del crimen, saldrá en defensa suya. Puede alegar que a él
se ha dirigido para encontrar cobijo. Y un dios no puede faltar a la petición
de un suplicante. Su culto se vendría abajo como un castillo de naipes afectado
por una melancólica brisa. Por otro lado, las Erinis se mantienen en sus trece.
Un matricidio ha sido cometido, y el destino les ha confiado la misión de
sembrar desgracias y hacer pagar a los asesinos. Así se lo recuerda la sombra
de Clitemnestra a las diosas vengativas, que también han de velar por la salud
de su culto y el cumplimiento de la ley que ha sido proclamada por el padre de
los olímpicos. Una intervención no partidaria será inevitable. Entonces entra
en escena Atenea, que ha sido llamada por Orestes para someterse a un proceso
presidido por ella.
Con
Atenea implicada, la situación llega a su clímax. Es la diosa de la sabiduría y
todas las partes respetarán su veredicto. Sorprendentemente, se declara
incompetente para pronunciarse en un sentido o en otro. La cuestión, hay que
reconocerlo, es complejísima.
«Si
alguien piensa que este asunto es demasiado grave para que lo juzgue un mortal,
tampoco a mí me autoriza la ley divina a resolver en un juicio por homicidio
cometido bajo el influjo de cólera intensa. Y, sobre todo, cuando tú has venido
bien preparado —como suplicante que ya tuvo purificación y sin peligro de daño
para mi templo—, y éstas, igualmente, están revestidas de una dignidad no
desdeñable y, si no ganan en el asunto, inmediatamente de haber caído a tierra
desde el interior de su pecho, se irá extendiendo su veneno, insoportable,
eterna peste. (…) Ambas cosas —que se queden o echarlas de aquí— constituyen
calamidades contra las que no tengo soluciones yo».
Finalmente,
Atenea instituirá el Areópago, y a este consejo le encargará resolver en
adelante las disputas entre los hombres. Orestes recibirá el indulto, como
favor personal de la diosa, que tiene que lidiar no obstante con las severas
Erinis. Éstas atenderán en última instancia a razones poniéndose al servicio de
Atenas, dedicadas a la fecundidad y los matrimonios, según los consejos de
Atenea.
A
los hombres les corresponde entonces, a decir de Esquilo, juzgar las querellas internas.
En principio el tribunal debería acabar con las guerras civiles. Pero sin las
Erinis, sin la venganza proporcional, inmediata y directa que garantizaban esas
monstruosas mujeres, ¿vemos hoy verdadera justicia? ¿La veían entonces los
griegos del siglo V antes de Cristo con ellas persiguiendo cada crimen?
No
ha dejado en efecto el hombre de preocuparse nunca por los problemas del mal y
la justicia. La transformación de las Erinis en diosas benévolas no resuelve el
problema de la injusticia, es cierto, pero al menos insinúa el camino del perdón
para aquellos que sufren injustamente en este mundo incomprensible. De hecho, que Esquilo barruntara esto medio siglo antes del nacimiento de Cristo es
motivo reflexiones de mucho provecho; reflexiones que sólo una obra inmortal
puede proporcionar al espíritu sediento de los hombres que no se conforman con
novelas de usar y tirar, con relatos que en el mejor de los casos caducan sin
pena ni gloria, y en el peor, empobrecen a cuantos consumen sus páginas.
Obras de Esquilo:
La Orestea:
*Las Euménides
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