miércoles, 23 de octubre de 2019

Disparando contra Dios de John C. Lennox

En el mundo anglosajón, principalmente en Reino Unido y Usa, el debate en torno a la cuestión de Dios lleva décadas en el candelero, también en el ámbito académico. En las universidades se realizan actos públicos con el objetivo de discutir en torno al Creador, y las principales eminencias se pronuncian abiertamente en un sentido o en otro. Recientemente apareció en las librerías españolas un ensayo titulado Disparando contra Dios. Su autor es John C. Lennox. Fue colega de Stephen Hawking y es profesor de matemáticas en la Universidad de Oxford, además de catedrático de Filosofía de la Ciencia en el Green Templeton College. El subtítulo de este interesante trabajo, Por qué los nuevos ateos no dan en el blanco, precisa de forma explícita el contenido del libro; una posición creyente, en definitiva, que, por desgracia, no tiene en los medios de comunicación el eco que sí tienen las soflamas rivales.

El profesor Lennox divide su último ensayo, de 393 páginas, en nueve capítulos, presentados en forma de preguntas. 1.º ¿Son Dios y la fe enemigos de la razón y la ciencia? 2.º ¿Es venenosa la religión? 3.º ¿Es venenoso el ateísmo? 4.º ¿Podemos ser buenos sin Dios? 5.º ¿Es el Dios de la Biblia un déspota? 6.º ¿Es la expiación moralmente repulsiva? 7.º ¿Son los milagros pura fantasía? 8.º ¿Resucitó Jesús de los muertos? 9.º Reflexiones finales.

De entrada, Lennox comienza definiéndose. Para el profesor de Oxford «hay evidencias claras de la existencia de Dios» (p. 15). Y no sólo eso, entiende, asimismo, que Dios es una fuente potencial de preocupación para los ateos, idea que más tarde desarrolla y puntualiza. También presenta en la introducción a sus antagonistas dialécticos: los nuevos ateos. En su descripción del ateísmo moderno, Lennox descubre al menos un par de señas de identidad de éste. «Un rasgo reconfortante del nuevo ateísmo es que no se ve claramente influido por el relativismo posmoderno [...] Los nuevos ateos creen por tanto que existe una verdad accesible para la mente humana» (p. 27). Lo cual, dicho sea de paso, es imprescindible para asentar las bases de cualquier razonamiento. Otro rasgo común de los nuevos ateos, a juicio de Lennox, es su hostilidad manifiesta hacia el objeto de sus críticas: Dios y la religión; es decir, los nuevos ateos son antiteístas, y especialmente anticristianos. 

Hechas las anteriores aclaraciones, el autor plantea, paso a paso, las cuestiones que dan título a los capítulos del libro. En cuanto a la primera de ellas, ¿son Dios y la fe enemigos de la razón y la ciencia? —cuestión por cierto manida y mil veces resuelta—, Lennox insiste en que «el Gran Diseño sigue apuntando firmemente al Gran Diseñador» (p. 54). Como es obvio, por cierto. Acto seguido, el autor desmonta la fantasía de los nuevos ateos de que las leyes de la naturaleza explican por sí solas el origen del universo y de la vida. Y citando a Wittgenstein, aclara al lector que las leyes de la naturaleza describen el universo, y sus regularidades, pero no explican nada del universo ni son significativas (páginas 49 y 351). Además, Lennox señala que, por paradójico que sea, «la ciencia no funcionaría sin la fe» (p. 70), puesto que los científicos han de creer como mínimo en la inteligibilidad racional del universo, esto es, que el universo es accesible a la mente humana. Lo cual nos conduce a un descubrimiento sensacional, el de que la facultad de la razón está diseñada para cumplir el propósito de descubrir la verdad.

A mi modo de ver, el argumento de mayor peso de Lennox en este ensayo, en el que trata de mostrar la esterilidad de los ataques del nuevo ateísmo, es el que presenta el ateísmo, aprovechando una cita del premio Nobel de Literatura polaco Czeslaw Milosz, como una fuga psicológica que implicaría la extinción de la responsabilidad y en definitiva el peso de nuestros actos. Así, el verdadero opio del pueblo sería «creer en la nada después de la muerte, el inmenso consuelo de pensar que no vamos a ser juzgados por nuestras traiciones, la avaricia, la cobardía y los asesinatos» (p. 69). De modo que si Dios existe, sentencia Lennox, «el ateísmo puede verse como un mecanismo de escape psicológico para evitar asumir la responsabilidad absoluta de nuestra vida».

El segundo capítulo se pregunta acerca de los daños de la religión. Lennox concluye que si bien la acusación de los nuevos ateos contra la cristiandad por su violencia está justificada, ésta no se puede achacar a Cristo ni a su enseñanza. Repárese en que las acusaciones en este sentido por parte de los nuevos ateos se refieren casi exclusivamente a la violencia de una sola religión: el cristianismo. 

Con todo, el autor, invocando el auxilio de otra escritora premiada, observa que también ha demostrado la historia que ha existido siempre «una violencia persistente contra la religión: en la Revolución Francesa, en la Guerra Civil española, en la Unión Soviética, en China. En tres de estos ejemplos, la extirpación de la religión formaba parte de un programa para remodelar la sociedad excluyendo ciertas formas de pensamiento y creando una ausencia de creencias. Estos intentos no parecen haber dado lugar a la cordura ni a la felicidad» (p. 126). Cosa cierta, por otra parte, puesto que lo que tenían en común todas esas corrientes ateas era, además de su hostilidad al cristianismo, una visión utópica que consistía en rehacer la humanidad a su propia imagen. De modo que una sociedad sin religión no tendría por qué ser menos violenta, siéndolo mucho más en realidad, como se comprobó con exactitud el siglo pasado; precisamente el siglo cuyo rasgo principal, como repitió una y otra vez Aleksandr Solzhenitsyn, fue el olvido de Dios por parte de los hombres.

El capítulo cuarto se pregunta acerca de la moralidad a través de la siguiente interrogación: ¿podemos ser buenos sin Dios? Al final se ve con claridad cuánta razón tenía Dostoievski cuando en Los hermanos Karamazov hace decir a uno de sus personajes: «Si Dios no existe, todo sería posible». Y es que «la existencia de valores absolutos precisa de Dios» (p. 176), porque de lo contrario, de no existir una fuente objetiva para los valores, externa a la humanidad, los estándares éticos no pasarían de ser meras convenciones humanas, sujetas naturalmente al canje caprichoso y mudable de las opiniones y acuerdos humanos.

En los siguientes capítulos Lennox examina la potestad de Dios para juzgar a los hombres y el concepto de pecado, respectivamente. Por un lado, advierte que no es un espejismo el deseo de justicia en la conciencia humana. Por otro, alude a un concepto esencial —una vez más en el cristianismo—, que es el de pecado, que no deja de ser un principio antropológico de evidencia inmediata, si observamos cómo el hombre antepone su propia voluntad a la del Creador, determinando por tanto lo que es bueno y malo para sí por sí mismo.

Los capítulos séptimo y octavo se relacionan especialmente. En uno, aupándose sobre todo en la figura de C. S. Lewis, Lennox trata de hacer ver que los milagros no son pura fantasía, como pretenden los ateos modernos. No en vano, «el cristianismo se abrió camino gracias a las numerosas evidencias de que un hombre realmente había resucitado de los muertos» (p. 269). En otro, de enorme interés, el autor se extiende acerca de los manuscritos bíblicos y acerca de las evidencias de la resurrección. De los textos sagrados, y especialmente los Evangelios, hace constar lo que ya sabemos, esto es, que son los textos mejor conservados y transmitidos de la Antigüedad. En cuanto a la resurrección de Jesús, el autor se fija en cuatro indicios (que él llama evidencias): 1. La muerte de Jesús. 2. La sepultura de Jesús. 3. La tumba vacía. Y, 4. los testigos oculares. 

En cualquier caso, resulta capital en dicha argumentación la actitud de los Apóstoles. Como el propio Lennox recuerda, «los apóstoles Pedro y Juan fueron encarcelados dos veces por las autoridades por predicar la resurrección. No mucho después, Herodes asesinó a Jacobo, el hermano de Juan. ¿Podemos imaginar a Juan guardando silencio mientras su hermano sufría de aquella manera, si sabía que la resurrección era una mentira?». Y continúa del siguiente modo más adelante: «¿qué explicación es adecuada para explicar la transformación de los primeros discípulos? A partir de un grupo de hombres y mujeres —totalmente deprimidos y desilusionados por la calamidad que cayó sobre su movimiento cuando su líder fue crucificado—, de repente estalló un poderoso movimiento internacional que se estableció rápidamente en todo el mundo. Y lo sorprendente es que los primeros discípulos eran todos judíos, una religión que no destacaba por su entusiasmo a la hora de incluir a personas de otras naciones. ¿Qué fue lo que de forma tan poderosa puso todo eso en marcha?» (pp. 276-277). No queda más remedio que asumir, como propone el autor, que la resurrección de Jesús es la mejor explicación para las experiencias de los discípulos de las apariciones y el descubrimiento de la tumba vacía. 

De las réplicas de los ateos modernos a los indicios de la resurrección de Jesús, Lennox no dice nada, sencillamente porque no existen esas réplicas. Aquéllos, en efecto, se niegan a pronunciarse sobre estos hechos, que resulta obvio que han de irritarles sobremanera.

Finalmente, en el noveno y último capítulo, Lennox concluye este sólido y ameno ensayo con una reflexión en la que después de todo evalúa el ateísmo moderno como una actitud o pretensión muerta.

«El ateísmo no tiene respuesta ante la muerte, ni esperanza final que ofrecer. Es una cosmovisión vacía y estéril, que nos deja en un universo cerrado que un día incinerará toda huella de nuestra existencia. Es una filosofía inútil y carente de esperanza. Su historia termina en la tumba. Pero la resurrección de Jesús abre la puerta a una historia de mayor dimensión. Cada uno de nosotros deberá decidir si es o no la verdadera historia» (p. 355).

Pues sí, profesor Lennox, en eso estamos.


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