viernes, 6 de septiembre de 2013

Reflexiones en torno a la pintura: Cristo crucificado de Velázquez

De todas las joyas, maravillas y cuadros que adornan el Museo del Prado, la pintura que más me emociona con diferencia es el Cristo crucificado de Velázquez. Pero no de ahora, que ya confieso mi fe católica sin rodeos, sino desde el instante preciso en que me situé delante suya, cuando aún no me reconocía como cristiano. Las grandes obras de arte fascinan de manera sorprendente viéndolas en persona. Tampoco soy el único al que esta pintura ha conmovido profundamente, pues quizá sea la imagen gráfica que más devoción religiosa ha despertado en los últimos tres siglos y medio, cuando a la sazón un genio de la pintura compuso esta celestial obra; disfrutada especialmente por el creyente al contemplarla y meditarla con piadosa emoción.  

      Por eso, a raíz de mi acercamiento a la fe, me vengo preguntando algunas cosas acerca de este cuadro. Por ejemplo, ¿cómo es posible que irradie semejante majestad? ¿Por qué cautiva con irresistible encanto? ¿Cómo es que puedo pasar largos ratos contemplando esta imagen, perdiendo a su vez la medida cabal del paso del tiempo? ¿Por qué sana como una plegaria mirarlo y restaña heridas desde dentro querer conocerlo? La respuesta es automática. Porque Él está presente.

     Jesucristo es dueño y señor de este cuadro, un soberano adornado por Velázquez con solemne belleza, y sublimado para que la pintura respire la trascendencia propia de su condición divina. Ya no hay en Él, entregado el espíritu y tras ser clavado en dos tablas, huellas incorpóreas del reciente suplicio, restos del dolor padecido. Sobre su delgada anatomía las marcas de la Pasión son reducidas al mínimo y sólo unos delicados hilos de sangre se precipitan por la piel del Cristo. Su cuerpo idealizado destaca por su pureza y por la luz serena que lo envuelve. Los clavos ya no aprietan, las manos inocentes se han relajado, y los pies, apoyados en la ménsula, descansan por fin tras la agónica subida al monte Calvario. Sólo un elemento introduce dramatismo en la escena: el mechón de cabello que se ha salido de la corona de espinas y vela una mitad del rostro de Jesús, transmitiendo así un aura de misterio y recogimiento que invade cada célula de mi cuerpo. 

     Estrictamente hablando Jesús no fue asesinado; le bastaba un gesto para que las milicias celestiales bajaran e hiciesen chinas a sus enemigos. Pero no lo hizo y se inmoló por muchos. Fue el sacrificio del Santo de Dios, la muerte del hombre que en su extrema belleza en la cruz de Velázquez augura la resurrección y el milagro. Y puesto que todo estaba cumplido y la aparente victoria del maligno era una ilusión que sería desenmascarada al tercer día, Jesús es hermoseado por el pintor español coronando la Pasión en la cruz. 

      Sé que mi acercamiento a Él, todavía tembloroso, ha ido moldeando mi forma de ser, mi temperamento, mis formas de mirar y mis maneras de querer. Y así, poco a poco, entre los cambios que ha obrado en mí su sagrado corazón reconozco un comportamiento al que siempre estuve inclinado pero que desde hace no mucho tiempo por fin asumí con gozo, dejando atrás, escalonada pero decididamente, los falsos placeres con los que nos esclaviza el mundo. Y en esa lucha puedo decir que estoy inmerso. Pues no se puede servir a dos amos, y creer en el personaje que preside la famosa pintura de Velázquez obliga en el fondo a situar los pasos en dirección contraria a los del mundo, del que además mi corazón —ahora más que nunca, pero en realidad desde que tengo memoria— gime para distanciarse. Se trata de una ley misteriosa que rige en los corazones humanos: conforme más relación tienes con Dios, menos interés despiertan en uno las cosas del mundo. 

      En mi caso la fe ha despejado las nieblas que poblaban mi pecho en días señalados. Puedo contarlo. Aunque hay heridas que no han cerrado ni pueden hacerlo, porque las de esta clase, esas que supuran esperando una vida plena junto a Dios, deben estar frescas para que pueda seguir deseando ese encuentro, cuando llegue el momento oportuno en el más allá, y también en esta vida, en los lugares donde Cristo habita de manera misteriosa pero real y poderosamente, como en el Santísimo de cada iglesia. Y así, con la herida sangrante, buscarlo cada día en el silencio. 

      Pues silencio es lo que emana del Cristo crucificado de Velázquez. Una fuerza tremenda que, para pasmo de quien observa, transmite el artista con un sólo detalle: disponer a Cristo sobre un fondo casi negro (los especialistas precisan que verde oscuro) donde habría de haber un paisaje. Detalle que por otra parte contiene todo un verdadero mensaje. Cristo es pintado por Velázquez con una belleza incomparable, pero sobre todo es representado de tal manera que se nos haga evidente que a quien tenemos delante es el único objeto sensato al que debería dirigirse nuestra mirada, el primer y último pensamiento de nuestras vidas, aquello que debe reunir nuestra atención y en lo único fiable sobre lo que podemos apoyarnos. 

3 comentarios:

  1. Cada vez escribes mejor. No soy creyente pero me encanta este artículo.

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  2. Se me ha puesto la piel de gallina leyendo tu post y contemplando el cuadro de Velázquez alucinante

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