Cuando contemplo el cielo
de innumerables luces adornado,
y miro hacia el suelo,
de noche rodeado,
en sueño y en olvido sepultado,
el amor y la pena
despiertan en mi pecho un ansia ardiente…
¿Qué es lo que Fray Luis de León ansiaba
celosamente mirando los cielos de su pueblo? ¿Qué podría desear si no Dios
echando la vista sobre los anchos llanos manchegos? Aquí, en Belmonte, lo
trascendente atrae el espíritu hacia sus moradas, porque la belleza e
inmensidad del entorno fuerzan al hombre a reflexionar sobre su verdadera
dimensión y su necesidad de ser rescatado. Yo he vivido esa experiencia mirando
a través de las ventanas de su mítico castillo; se me ha encogido el orgullo al
abarcar con mi mirada un horizonte tan indescifrable, tan excelso, tan gigante.
Pero a la vez, me he visto sorprendido al comprobar cómo Dios se vale de las
maravillas creadas para hacerse cercano a nosotros.
No soy una persona mística. A pesar de los
lugares que he visitado, o de los temas sobrenaturales en los que me he
sumergido, no he sentido la presencia de nada extraño. Salvo un breve
encontronazo con una sensación desagradable una noche en mi propia casa, en mi
propia cama, pero a la que el recuerdo se esfuerza por difuminar y restar
importancia. Pues en realidad no la tiene. Sin embargo, sí detecto la
«luminosidad» u «opacidad» de los ambientes, no sé expresarlo, quizá sea más
claro decir su grado de pureza. Es una impresión en forma de huella que dejan
las distintas atmósferas en mi alma, pues cada lugar tiene su propio sello, su
singular impronta, su particular genética.
Recuerdo perfectamente, por ejemplo, la
sensación que me produjo la villa de Pastrana por primera vez. Este municipio
de la Alcarria, con monumentos sorprendentes y calles angostas y rancias, me
pareció sin embargo que transmitía un ambiente pesado, oscuro, incluso tétrico.
La gravedad y melancolía del ambiente oprimían suavemente mi pecho. El lugar
era bonito, llamativo, pero de una belleza perturbadora. Algo me impedía
sentirme cómodo en aquellos contornos. Y eso que estaba en la mejor compañía...
Pues bien, poco tiempo después hallé una de las fallas de este municipio de
Guadalajara. El epicentro de ese extraño ambiente lo encontré en la Hospedería
Real de Pastrana, donde pasé incluso una noche junto a mi novia con algún que
otro recelo después de pasear por callejas solitarias que venían a morir a una
plaza más animada. La verdad es que por la tarde había tenido la ocasión de
explorar en solitario el antiguo inmueble donde la princesa de Éboli pasó
largas temporadas encerrada. Y no me gustó ese sitio. Nada. Al pasear por sus
viejos pasillos, decorados con cuadros de otra época que parecían reprocharme que
posara mis pies en las baldosas de su casa, respiré un ambiente denso,
enrarecido, otra vez pesado. Fue al mirar por las ventanas la bella estampa
exterior cuando presumí que vivir como un extraño entre aquellos muros, durante
un tiempo, por breve que fuera, podía volver loco a cualquiera. No me hizo
falta ver a ningún fantasma, aunque no me costó imaginar a la princesa de Éboli
mirar con angustia a través de esas ventanas y recorrer esos pasillos como una
mujer maniática, amortajada en vida y desesperada. Sólo fue una impresión del
alma, que me gritaba con ahínco para que saliera afuera y no regresara.
En cambio, en Belmonte, disfrutando casi
siempre de una soledad parecida, he respirado un ambiente más puro (la primera
vez, en verano, no así la segunda, en invierno). Su alma es más luminosa. Más
limpia. La luz que llega a este pueblo no parece velada, y sus dos principales
reclamos, el castillo y la colegiata, transmiten una paz muy diferente de la que
experimenté en Pastrana. Aunque también tiene sus zonas en sombras; pues hay
demasiada historia entre sus callejones umbríos y solitarios.
Este paréntesis que parece arbitrario viene a
cuento de las sensaciones que despiertan en nosotros los diferentes ambientes
de los lugares, muy palpables para mí en estos dos pueblos que el recuerdo ha
relacionado según sus indescifrables leyes.
Pero aquí vuelvo a evocar sólo un nombre, un
emplazamiento que he visitado hasta la fecha en un par de ocasiones. Belmonte
es una pequeña reliquia en mi mapa, una villa resplandeciente por su antigua
fe, su historia y su arte. Por fortuna está lejos de todo y cerca de nada.
Digo antigua fe porque en mi última visita me
comentaron que no es un pueblo excesivamente creyente. «Como en todos lados»,
me un dijo un hombre cuando le planteé mi pregunta. Teniendo los tesoros que
tienen los lugareños, monumentos, mártires y santos nacidos en la villa, ese
mediocre fervor dice bastante de la situación religiosa en la que estamos.
Pero, en fin, que cada palo aguante su vela.
El custodio de la villa de Belmonte es su
impresionante castillo, divisado por la carretera como un centinela que guarda
las tierras de posibles ejércitos invasores. Es el primer anzuelo que nos caza.
Y a él se me van ya los ojos y los pasos.
El castillo de Belmonte fue construido sobre
una obra anterior por orden del Marqués de Villena Juan Pacheco, valido del rey
Enrique IV de Castilla, entre 1456 y 1470. Este noble, señor de Belmonte y I
Marqués de Villena, convirtió la villa de Belmonte en cabeza de marquesado, y
dotó a la misma de otras joyas artísticas como la hermosísima Colegiata de San
Bartolomé, en la que sería, en los siglos venideros, bautizado el ilustre Fray
Luis de León. Bajo la protección del valido, las obras de la fortaleza dieron
inicio en el Cerro de San Cristóbal, conocido popularmente como el Monte Bello.
En menos de 20 años se concluyeron las mismas, aceleradas por la inminente guerra.
Pues los tambores de guerra sonaban en Castilla tras el fallecimiento del monarca.
Muerto Enrique IV, el reino se convulsionó y fue pretendido por dos fuerzas
opuestas. Ambas reclamaban su legitimidad al trono castellano. Por un lado se
encontraban los partidarios de Juana de Trastámara, «La Beltraneja», hija del rey según unos, o del
valido del monarca, Beltrán de la Cueva, según otros; frente a ellos, los
seguidores de Isabel «La Católica». La guerra civil era por tanto inevitable. Y
los enemigos acabaron viéndose las caras en el campo de batalla. Finalmente
Isabel se alzó con la victoria, tras una sangrienta contienda, firmándose la
paz precisamente en el castillo de Belmonte, testigo mudo de innumerables
conspiraciones políticas.
Sucesivas guerras deterioraron la fortaleza,
hecha prisión a raíz de ellas, quedando pronto en un estado lamentable.
Afortunadamente, siglos después, otra heredera del edificio, Eugenia de
Montijo, esposa del emperador Napoleón III y por ello emperatriz de Francia,
concibió un programa de restauración que dio lustre al majestuoso castillo. La
influencia francesa traída por sus arquitectos se comprueba en la fachada del
patio y en los interiores. El resto conserva su aspecto original, en estilo
gótico-mudéjar.
Al cruzar el umbral de la fortaleza siento
que retrocedo en el tiempo. Es un conjunto ideal, de los mejores de España. El
patio de armas me recibe con su preciosa fachada rojiza de ladrillo, formada
por tres alturas revestidas de arcos, cargada de detalles de sabor francés, que
eclipsan la importancia de la Torre del Homenaje alzada frente a ella. Dentro
se conserva el ambiente de la época, más logrado en las estancias del siglo XIX,
quizá porque sus salas están más vestidas. Pero mis pasos arden por subir al primer
piso y mirar desde las ventanas la planicie manchega; me muero por ver de nuevo
el fabuloso bestiario medieval que se aloja en la capilla.
Recorrer el edificio no tiene mayores
complicaciones. En su interior pronto se descubre que vale la pena haber
visitado el castillo nada más poner los pies en las escaleras. Acostumbrados a
subir o bajar con firmeza por escalinatas de reciente construcción, cuando estas
añejas escaleras se pisan, uno lo hace con cierto respeto. Pues al sostenernos
cada tabla profiere particulares gemidos. El primer piso es mi preferido, sobre
todo porque en él se halla la capilla, los mejores artesonados, el salón de
gobernación y los bestiarios de las ventanas. Estos últimos son fascinantes.
Y claro, no puedo evitar preguntarme por el
fuste de aquellos seres y dibujos tenebrosos al abrigo de los vanos de la
estancia. ¿Qué hacen, pues, precisamente en la capilla, imágenes de monstruos
fácilmente reconocibles en cada una de sus ventanas? Grabados en piedra, no por
fuera, sino por dentro de ellas. Creo que su interpretación correcta es tan
oscura como la de las gárgolas en los templos góticos, pues ambos son conjuntos
medievales que arrastran arcaicos temores relacionados con el milenarismo, pero
no tienen razón de ser si no es como recordatorio de que más allá de la
capilla, allende las ventanas, el exuberante mundo —quizá representado con las
formas vegetales integradas con las humanas— está habitado por cantidad de monstruos. Desde luego, hay una enseñanza
evidente en estos trabajos. No son motivos puramente decorativos, sino
historias ilustradas con finalidad didáctica y moral.
Una de las bestias me llama siempre
poderosamente la atención. Descendiendo por un árbol de frondosos ramajes y
gigantescas hojas, cabeza desmesurada, ojos vaciados y amenazadores dientes, aferrado
con sus garras al tronco y con expresión aviesa. Debajo, un infante sin cabeza
no advierte el peligro que sobre él sobrevuela. ¿Sugerían estas escenas a los
residentes del castillo, a los hombres y mujeres que, creyentes sinceros,
estaban seguros de las influencias diabólicas y las artes del maligno, la malicia
del mundo?
Justo al lado de la capilla se halla el salón
de gobierno, de casi cincuenta metros de largo, con un artesonado magnífico y
dos ventanales imponentes por donde se derrocha luz clara y serena. Todas las
puertas están abiertas, pero las imagino cerradas, con las personalidades de la
época dentro, desarrollando sus obligaciones habituales. Luego siempre me
recreo en alguna de las ventanas que se bifurcan por los pequeños pasadizos que
surgen de algunas salas, y me siento un rato en alguna de las repisas pensadas
para la ocasión, mientras echo una ojeada sobre el lienzo manchego, amplio,
inabarcable.
Arriba, en el segundo piso, se recrean años
más cercanos a nuestra era. Los de la vida de Eugenia de Montijo. Cada estancia
está decorada con el estilo neoclásico propio de la época; salón, gabinete,
dormitorio y vestuario. El vestuario huele especialmente bien, o al menos he
percibido un aroma agradable cada vez que lo he atravesado; al contrario que el
sótano, cuya entrada se halla en el patio de armas. En este espacio, por
ejemplo, nada más asomarse a los escalones que bajan al foso se manifiesta un olor
rancio, como a espacio húmedo y cerrado. Es un lugar prescindible en todo caso.
No lo es para mí, en cambio, la Iglesia Colegial de San Bartolomé.
Nadie espera que Belmonte albergue, además
del castillo, un monumento de tal calibre. La colegiata es una pequeña pero muy
lustrosa joya gótica. En ella se aprecia claramente que trabajaron buenas
manos. Pequeña si la comparas con una catedral, o basílica de cierta enjundia. Pero
es sin embargo de un orden muy superior a cualquier parroquia. Por fuera sus
dimensiones son considerables. Rodeo el templo y examino la Puerta del Sol y la
de los Perdones. En la parte trasera se levantan unos cipreses de los que
salieron no pocas moscas al pasar cerca de ellos. No me gustó esa zona. Y no sé
el motivo.
Pero no importa, es su interior lo que encandila. Sus capillas, su coro, su luz agradable. A pesar de su antigüedad, la Iglesia Colegial de San Bartolomé es un lugar imprescindible para comprender Belmonte, junto con un paseo relajado por sus estrechas calles.
Pero no importa, es su interior lo que encandila. Sus capillas, su coro, su luz agradable. A pesar de su antigüedad, la Iglesia Colegial de San Bartolomé es un lugar imprescindible para comprender Belmonte, junto con un paseo relajado por sus estrechas calles.
En ellas se encuentran edificios religiosos
como el Convento de las Concepcionistas, su coqueta Plaza de Correos, placas
con frases de personajes ilustres relacionados de algún modo con el pueblo, o
incluso inscripciones en las casas donde nacieron algunos mártires cristianos.
Algo por cierto que me impresionó mucho. Frente a la vivienda de uno de ellos,
San Juan del Castillo, hice algunas fotos y traté de inhalar su fragancia. La
sensación fue agradable.
También encontré algunas cosas que me
gustaron menos. Me puso de mala leche por ejemplo la escultura que hay en la
plaza del ayuntamiento dedicada al insigne Fray Luis de León, pues en ella se
escribió la fecha de inauguración (2001) y no las más relevantes en relación con
el personaje: nacimiento y muerte (1527-1591). Idea que algún «lumbrera» concibió
en su día para llevarse la gloria de haber colocado la efigie del más universal
belmonteño, pero dejando grabado para la posteridad la fecha en la que él tuvo
la genial ocurrencia. Fuera quien fuera el artífice, como si lo fue el pleno
municipal o la comisión de fiestas al completo, no tiene razón de ser inscribir
bajo el nombre del personaje un dato con el que no tiene relación alguna.
Y es que es precisamente este tipo de ruido el
me invita a viajar, a estudiar, a despreciar la necedad mundana y evitar toda
obra política. Precisamente como reacción a ese ruido, Fray Luis de León
resumió su ideal de vida en una frase perfecta, digna de la mente mejor
amueblada, de un hombre que aun invisible para el vulgo, no estaba ni mucho
menos ido:
«¡Qué
descansada vida la del que huye del mundanal ruido y sigue la escondida senda,
por donde han ido los pocos sabios que en el mundo han sido!».
Belmonte es un sitio especial. Tiene un castillo (por dentro y por fuera) envidiable. Lo que más me gusta son las vistas desde él, apreciándose la llanura manchega, y que parece que no tiene fin. Por esto mismo, aunque todas tus fotos están muy bien, me quedo con la última: esa gran iglesia y el espectacular fondo. Para que luego digan que la Mancha no tiene sitios bonitos. Pues sí los hay, y no están tan escondidos.
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