Posiblemente no haya muchos lugares en toda España donde la belleza sea tan evidente como en Alcalá del Júcar. Escondido en uno de los bordes de la provincia de Albacete, Alcalá es un pueblecito de alrededor de mil trescientos habitantes, situado en los dos costados de un barranco por el que lleva siglos filtrándose el río Júcar.
Los españoles somos
gentes privilegiadas que tenemos por todos lados, a nuestro alcance además,
maravillas en las que nuestro espíritu se siente como en casa. Este que enseño
ahora es un pequeño paraíso que visito varias veces al año, para contemplarlo y
respirar hondo, para tomar algo fresco, o incluso para jugar al tenis —en
épocas de calor padeciendo los mosquitos que pululan por la pista mientras me concentro
pasando bolas—, ya que está a un pasito de mi tranquilo pueblo.
Pero lo
extraordinario de esta garganta natural son los caprichos de la propia
naturaleza, que reúne en un hoyo, reservado de los grandes llanos que la resguardan,
un universo de riqueza natural fusionada con la vida humana que asombra al
viajero. Con seguridad los meses de primavera y verano son los más acertados
para visitar este sitio, sobre todo cuando el sol va muriendo al pintarse la
tarde, y porque se disfruta en condiciones de sus terrazas o incluso de un buen
paseo. Pero no es el estío la época en la que más me gusta ver este rincón
precioso del Júcar. Yo procuro asomarme por este pueblo al menos una vez en el
mes de noviembre.
Entonces se produce
en aquella gruta llena de vida y color un espectáculo inenarrable. A su manera,
la naturaleza rinde culto al Dios Altísimo, y se viste de gala envuelta en
lujuria, gritando de gozo, ataviada por verdes pinares e hileras de chopos incendiados
como velones de cera. Pues abrazando el cauce del río, los álamos transforman
el paisaje con sus luces de bengala y ofrecen un contraste con los tonos
apagados del otoño que cuesta decir con palabras.
Hay tres vistas
espectaculares del paraíso manchego, y varios puntos únicos en los que detener
la vista para recrearse en ellos. Una de las preciosas perspectivas referidas
se consigue desde la última calle del pueblo. Para dar con ella hay que
ascender y no poco, dirección al castillo, pues la mayor parte del pueblo se
aferra desde que el polvo conserva su nombre a esa cara del cerro. Arriba hay
casas excavadas en la roca, entre las que sobresalen las cuevas del diablo, que
he podido visitar en varias ocasiones hablando con los propios vecinos del
pueblo. Encaramándose en zigzag por las callejas del municipio, se llega a la
última, adornada con bonitos maceteros de particulares salpicados de flores.
Allí se descorre el telón y surge un precioso escenario frente a mis ojos. Parece
que se encuentra uno en algún singular balcón conquistado por ángeles. También
se puede ver desde los accesos más próximos al castillo una vista parecida, o
desde el pasadizo de entrada a la fortaleza.
La otra vista digna
de disfrutar está justo enfrente. Para ir hasta allí debemos volver a bajar y
cruzar la rambla por el centro del pueblo hacia el otro extremo. En ese lugar
nos espera una insólita plaza de toros, por la forma triangular y su reducido
tamaño, desde la que se contempla una panorámica de Alcalá del Júcar magnífica.
Me gusta deambular por el exterior del particular ruedo y sentarme un rato en
algún punto elevado. En ese lugar privilegiado la imagen ejerce una fuerza
poderosa que traslada mi mente más allá de lo ordinario… Y por último, la más
alucinante de todas las vistas se alcanza saliendo del pueblo hacia la aldea de
Las Heras. El que viene de Casas Ibáñez se topa siempre con ella, pero no todas
las entradas al pueblo vienen de esa parte. En una
de las curvas de ascenso —o bajada— que se retuercen, se puede ver un espléndido espectáculo con el pueblo recostado en la montaña del lado derecho; con un tapiz de cuantiosos pinos al fondo; y abajo, en el eje del cuadro, abriéndose paso para escoltar al Júcar, un batallón de chopos con sus bayonetas caladas dispuestas al hombro y los penachos en llamas.
de las curvas de ascenso —o bajada— que se retuercen, se puede ver un espléndido espectáculo con el pueblo recostado en la montaña del lado derecho; con un tapiz de cuantiosos pinos al fondo; y abajo, en el eje del cuadro, abriéndose paso para escoltar al Júcar, un batallón de chopos con sus bayonetas caladas dispuestas al hombro y los penachos en llamas.
Pero no se respira el
alma de un pueblo sólo capturando estampas. Hay que pasear por él para hallar
sus zonas sagradas, sus rincones hieráticos, sus escondites ideales. Con esto
en mente, el caminante se confunde en el entorno y su gente. A mí no me gusta viajar
de otra manera, es decir, necesito hacerlo a mi aire. Pues bien, en el mismo corazón
de Alcalá del Júcar encuentro el más importante de estos rincones. Entre el
puente, y lo que los vecinos llaman «Playeta», se despliega un escenario irreal
y apócrifo. Nunca he visto tonos tan vistosos y diferentes mezclados en las
hojas de los árboles como en el recodo que hace el río en medio del pueblo. En
ese punto, con la fina arena en el suelo, el agua soñando profundamente, y los
árboles que vencen sus ramas sobre la orilla del estanque, hay que parpadear
mucha veces para no creerse en un cuento fantástico. Habrá incluso a quien le
parezca el bosque de los dioses de Invernalia en el que Eddard Stark elevaba
sus oraciones rogando consejo. A mí, en noviembre (según el clima los colores son
más o menos vivos), me lo parece.
Cuando se sale del
encantamiento, lo natural es adentrarse en el parque. Justo al lado del
estanque se estira un camino de tablas que lleva hasta un espacio ocupado por
árboles viejos y bancos para el asiento. Uno de ellos, el último, nos sitúa frente
al puente de aspecto romano, delante de una modesta pero bonita iglesia al
final de una cuesta escalonada cuya torre estira su cuello para seguir el curso
del agua.
En este punto,
embrujado por el rumor del torrente que no cesa de correr, y donde alegran el
retiro algunos patos de plumaje pardo, se viste el suelo con una alfombra de
amarillas e intensas hojas destronadas. Siempre me ha parecido aquél un lugar
mágico.
Luego se impone dar
una vuelta por las afueras, que a nada de dar unos pasos se está en ellas.
Al cruzar el puente dirección a la iglesia, torcemos en cambio hacia la izquierda y nos situamos un instante justo encima de la insólita mole blanca que, sin inclinación alguna, se levanta como la espalda de algún dios condenado al exilio. En ella sorprende la erosión de tiempos remotos. La piedra presenta cortes afilados, caprichosos surcos labrados a fuerza de tiempo y de aguas. También en la propia piedra surgen los ventanucos de algunas casas, vanos abiertos en plena roca encalada. Después, si seguimos unos metros, descubrimos un campo de fútbol de tierra vigilado en el horizonte por las viviendas de Casas del Cerro. También en ese lugar hay una compañía de chopos con el uniforme de otoño en posición de firmes, como un destacamento encargado de resguardar las huertas cercanas.
Al cruzar el puente dirección a la iglesia, torcemos en cambio hacia la izquierda y nos situamos un instante justo encima de la insólita mole blanca que, sin inclinación alguna, se levanta como la espalda de algún dios condenado al exilio. En ella sorprende la erosión de tiempos remotos. La piedra presenta cortes afilados, caprichosos surcos labrados a fuerza de tiempo y de aguas. También en la propia piedra surgen los ventanucos de algunas casas, vanos abiertos en plena roca encalada. Después, si seguimos unos metros, descubrimos un campo de fútbol de tierra vigilado en el horizonte por las viviendas de Casas del Cerro. También en ese lugar hay una compañía de chopos con el uniforme de otoño en posición de firmes, como un destacamento encargado de resguardar las huertas cercanas.
Por último, si no
nos importa recorrer unos kilómetros por la salida de los pueblos de Recueja y
Jorquera, descubrimos por la misma carretera un paisaje idílico. Nada más salir
de Alcalá del Júcar por este extremo hay un ensanche para detenerse. Allí ya no
se escucha el murmullo del agua, pero el encantamiento en esa garganta sigue
flotando en el aire. Yéndonos hacia delante, en el margen derecho, tramos de
árboles encendidos nos acompañan, y en su fondo, si miramos más allá del
quitamiedos, el suelo fundido se ha convertido en oro.
Pero si todavía
queda hambre de más emociones, no muy lejos de Alcalá del Júcar hay otro escenario
sorprendente en Villa de Ves, precisamente en el santuario del Cristo de la
Vida. Lugar de hechos sacros donde las gentes de los alrededores llenan la
ermita en un día señalado del año para honrar a su santo, y que tendrá, como merece,
mi particular homenaje. Cada 14 de septiembre, el entorno del santuario acoge a
cientos de fieles, para venerar al Cristo que, representado en una talla
preciosa, nos atrae con la belleza de su heroica estampa. A mí, veteranas
memorias que frecuentaron el lugar en ese día tan importante del mes de
septiembre, me hablaron de insólitos fenómenos como fuegos que no habían
quemado nada allí donde se habían avistado; me comentaron la historia de un
carro tirado por mulas que a punto estuvo de caer por el desfiladero, y que
frenó en seco al encomendarse a la Virgen Santísima el hombre que las montaba;
y otros muchos milagros asociados a una imagen poderosa, y cada vez más querida
por mí.
En cambio, si ya
hemos abastecido de suficiente alimento a nuestra alma, sólo hace falta rogar
que, si volvemos en el mes de noviembre, salga el día nublado… para que no
brille de envidia un día soleado, sino las copas incandescentes de los álamos.
♠
Puesto que
desconozco si hay letras insignes relacionadas con este lugar emparentado con
mi tranquilo pueblo, y comarcas así mejor acompañarlas de algún tipo de
literaturas, escribo estas insuficientes palabras en honor de esta garganta
encantada:
Alcalá del Júcar despliega sus
alas
en un nido manchego, en una
garganta.
Es un abismo no demasiado
profundo,
donde ningún hombre siente temor
a nada;
pues al posarse la mirada en este
barranco,
de repente, como por arte de
ensalmo,
emerge en nuestra propia alma
un encantamiento como el que
provoca
la caricia de la hermosa mujer
de la que se está enamorado.
es el sitio mas hermoso que he visitado ,gracias.
ResponderEliminarNo me extraña, Maribel, que Alcalá del Júcar te haya fascinado. Es un rincón de gran belleza, y con una atmósfera sana y muy agradable. Si tienes la oportunidad, vuelve a visitar Alcalá en el mes de noviembre; con suerte la naturaleza se vestirá de mil colores para entregarse a tu mirada.
EliminarGracias por compartir y narrar tan bien este lugar tan bello de nuestra tierra. A veces tendemos a irnos lejos, fuera de España, cuando tenemos maravillas a nuestro lado. Gracias de nuevo!
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