domingo, 24 de noviembre de 2013

España, Patrimonio de lo Sagrado: Caravaca de la Cruz


Caravaca de la Cruz es un rinconcito precioso al noroeste de la provincia de Murcia, al abrigo de unos montes desnudos, arrugados y ariscos. Ciudad Santa, me acerqué a ella por primera vez para conocer su imponente Real Alcázar Santuario de la Santísima y Vera Cruz, y porque en el fondo voy siguiendo todo lo que huele a sacro. Obras entre las que destacan las formidables expresiones de arte cristiano que brotan por toda la piel de España.

Caravaca da la sensación de ser una ciudad sobria, sin pasiones desordenadas, sencilla, llana… Pero tengo la impresión de que esto se debe a que sus vecinos reposan en una fe segura y confiada. No lo sé. Eso intuyo, pues la conozco de pasada, de transitar sin obligaciones por sus rincones y callejas.

Lo primero que hice al posar mis pies por vez primera en Caravaca fue dejarme caer, tras recoger en la oficina de turismo un mapa del municipio, por la parroquia del Salvador, muy digna y reconfortante. Había dejado el coche en la plaza de toros, y la dirección hacia el centro me obligaba a seguir esa ruta. De hecho, conforme avanzaba, veía sobresalir su atalaya por las tranquilas calles de Caravaca. Pues uno va siendo atraído como un imán por su soberbia torre, sobre todo si se acerca a ella, como yo, por la estrecha calle de las Monjas. A pocos pasos hallé por fin la parroquia del Salvador. Por supuesto, al llegar a su puerta, pasé dentro. Tras el umbral estaban celebrando la Santa Misa, justo un poco antes de que los asistentes se dieran la paz. Me coloqué al fondo, de pie, siguiendo con mis ojos los detalles del templo. Entonces, una niña, que no tendría más de siete u ocho años y estaba cuidando de un carro con un bebé dentro, se giró hacia mí y me estrechó la mano dándome también la paz del Señor. Era bonita, con el pelo liso y castaño. Su gesto puro y sincero me llegó al alma. Por eso tuve que reprimir después el impulso que hicieron por aflorar algunas lágrimas. El ser humano, me dije, animal de contrastes… Cuando los presentes se acercaron a tomar la comunión, me fui. No llevaba mucho tiempo, y, como no había participado del santo sacramento, no me sentía digno de recibir el cuerpo de Cristo. Sin embargo me fui de allí con una sonrisa dibujada en los labios.

Con esta curiosa situación que viví certifiqué la impresión que sentía al pasear por las calles de este pueblo. Respiraba, por las calles de Caravaca, fe, pureza y calma… algo que quizá sea tan sólo la confianza en lo divino que transmite esta villa santa. Olores que capté por el municipio, mientras paseaba despreocupado y compraba algún presente religioso en sus establecimientos. Me hice en ellos con varias réplicas de la Vera Cruz, y continué mi viaje. Entre la Plaza Nueva, la recoleta y cuidada Plaza del Arco, y el castillo, crecen estas sensaciones en un triángulo que conjuga cristiandad y medievalismo.

Pero el objetivo a lograr era el santuario. Por eso estaba allí, y no por otro reclamo. Entre callejones empedrados y cuestas envejecidas por la Historia, comencé el ascenso. La subida al castillo, sin orden ni concierto, perdido entre un ovillo de callejas a modo de laberinto sarraceno, fue una pequeña cruzada. Primero atravesé el Museo Arqueológico, entre casas vecinales arracimadas en las caderas del cerro, que me llevaron a los últimos rincones del pueblo. Quién sabe por dónde, pero accediendo finalmente a la Cuesta del Castillo, di con la entrada al perímetro. El esfuerzo había merecido holgadamente la pena. Arriba ya, al cruzar el portón de las murallas, un trozo de cielo.

El Santuario de la Santísima y Vera Cruz es un don para los caravaqueños y para cualquier peregrino. ¡Menudo tesoro dominando el municipio! Pueblos tan religiosos no conocen forasteros, aunque por las calles del casco viejo miren al viajero con curiosidad y respeto. La fortuna de contar con un monumento así los convierte en especiales, los hace diferentes. Pero es que no es para menos.

Lo más llamativo del enorme espacio es que toda esa explanada está dedicada a que resplandezca la imponente basílica. A ella, de inmediato, se van mis ojos, extasiados, hasta posarse sobre su imponente fachada barroca. Ésta, ordenada en dos cuerpos y construida con mármoles rojos (que al reflejo de los rayos del sol parecen violáceos, azules, salmones…) contrasta fuertemente con el aspecto de monasterio, sólido pero sencillo, del resto del edificio. Tras contemplarla con calma por fuera, sentado en improvisados asientos de piedra, me acerco a conocerla. Dentro, una modesta y acogedora iglesia, influida por los estilos herreriano y barroco, me da la bienvenida. Huele a profunda veneración y respeto. De pronto nos advierten a los pocos que allí nos encontramos que corramos si queremos ver la famosa capilla; es el último pase y cerrarán, por ese día, las puertas de la misma.

Al fondo a la derecha, por los pelos, tengo la oportunidad de entrar a la Capilla de la Vera Cruz, a través de un oscuro pasillo perfumado de incienso. Y es un placer inmenso, el de hallarme en un trocito de suelo consagrado al misterio. En el interior de la capilla experimento, como pocas veces he logrado, la comunión con lo sagrado. Las dimensiones reducidas y la sencillez de la estancia en penumbras no encogen el alma, la dilatan, la abren a lo inexplicable. En su momento —lo digo en serio— lamenté no haberme quedado encerrado dentro. Este es un pequeño habitáculo donde el alma se siente acariciada. Porque ahí mismo, en el centro de uno de los muros, cuelga, resplandeciente, pequeñita pero dorada como la corona de un ángel, la Santa Cruz de Caravaca. De aires orientales y aspecto patriarcal (dos travesaños), su brillo sugestiona. Es para emocionarse. Es para postrarse y hacerse pequeño ante lo inabarcable.

La culpa de que la Vera Cruz sea conocida casi en todo el mundo la tiene una historia fascinante. En el primer tercio del siglo XIII, Caravaca era lugar de frontera en las guerras entre cristianos y musulmanes, pero a la sazón pertenecía a los señores moros. En los territorios castellanos los reyes principales eran Fernando III el Santo y Jaime I de Aragón; la taifa de Murcia en cambio estaba en poder del poderoso rey musulmán Ibn Hud. Pues bien, según cuenta la historia, el sayid de las tierras interrogó un buen día a los prisioneros cristianos acerca del oficio de cada uno de ellos. Entre los cautivos se encontraba un sacerdote, Ginés Pérez de Chirinos, que enseñaba el Santo Evangelio a la morisma. El príncipe moro quiso conocer entonces en qué consistía la Misa de la que hablaba el sacerdote, y aquél no puso objeción
alguna en enseñársela. Pero cuando el sagrado acto litúrgico iba a ser celebrado por el preso cristiano, en el salón principal del Alcázar, éste reparó en que le faltaba algo indispensable para continuar: un crucifijo. Imagino el momento de tensión que se respiraría en la sala, y algún brote violento del caudillo musulmán. Pero la incómoda sensación desapareció pronto, tumbada por un hecho milagroso. De repente, en ese instante en el que el sacerdote se negaba a continuar la Misa porque no contaba con un crucifijo, por la ventana del salón, dos ángeles entraron transportando la Vera Cruz, el lignum crucis (un verdadero fragmento de la cruz a la que Jesucristo fue clavado), depositándola en el altar. Tras la sorprendente aparición, el príncipe moro y toda su corte se convirtieron al cristianismo. Por lo que he leído, y no me cuesta imaginarlo, el señor de esas tierras acogió a Cristo con toda su alma y veneró hasta el final de sus días la maravillosa Cruz de Caravaca. El Temple primero, y después otras órdenes militares, la protegió a lo largo de los siglos… La historia continua, y con episodios casi tan apasionantes como los que dieron origen a la leyenda, como el triste y célebre robo de la santa reliquia.

¿Quién estará detrás de semejante atropello?, me pregunto. ¿Qué manos hay detrás de todo esto?, pensé para mis adentros, quizá frunciendo el ceño. Pero vuelvo de nuevo a la realidad; debo continuar con el peregrinaje. Y salgo, como es natural, renovado de aquella iglesia cristiana. Tras dedicar un buen tiempo a recorrerla de cabo a rabo. Fuera paseo por el claustro, pero voy sonámbulo, tocado por la belleza, por la paz que exudan los lugares sagrados. En ese estado lo mejor es descansar la vista sobre los tejados de Caravaca desde las murallas del santuario. Detenerse y respirar hondo. Mirar al cielo, perder los ojos en el horizonte, fundirse con el entorno. Y así lo hago.

La panorámica que encuentro es digna de recreo. Orientado hacia la iglesia del Salvador, reina y señora del lienzo urbano desde esta altura, y entre las techumbres gastadas, imagino al fondo las espaldas de un titán tumbado boca abajo. Son esos ariscos montes murcianos, desnudos y arrugados. Los últimos pliegues en realidad, o los primeros, de la sierra de Mojantes.

Después de contemplar un rato sentado el Santuario, me alejo del centro. Es hora de tomar un bocado. La comida, según tenía previsto, la hago en las Fuentes del Marqués, un paisaje natural a las afueras del pueblo, profuso en vegetación, y que sirve de área verde para los caravaqueños. En él brotan varios nacimientos, y discurre un río manso que humedece el paraje, escupido dulcemente del suelo procedente de sabe Dios qué profundos acuíferos. De camino, sin embargo, observo que los bancales, los terrenos de cultivo, no están tan cuidados
como por ejemplo en Albacete o en otros campos de Castilla; en ellos crece la hierba a sus anchas, las oliveras no están podadas, las tierras echan en falta unas rejas de arado. Eso mismo había comprobado horas antes por la carretera de camino a Caravaca. Y aunque las Fuentes del Marqués sí lucen limpias y aseadas, sus alrededores se contagian del desaliño de esta zona del campo murciano. No me llega al alma el entorno, tampoco el Torreón de los Templarios, una torre sobre la que el pueblo ha ido tejiendo leyendas desde siglos atrás, y por la que yo estaba interesado. Me parece un paraje demasiado triste en pleno diciembre, escondido, umbrío y solitario. El sol se retira demasiado pronto, habiendo aún unas cuantas horas por delante para que decida rendirse el día.

En invierno las Fuentes del Marqués me parecieron un lugar desangelado. A pesar de que hizo una mañana de diciembre radiante. Sería yo, que no estaba en aquel día con ánimo de ser abrigado por grises parajes. Lo que mientras escribo esto me resulta extraño, pues son los ambientes en los que más cómodo me siento. Además, al margen de mi situación, que no era precisamente triste, pues estaba encantado, el lugar en sí es extraordinario. Pero tal vez en esa estación las Fuentes del Marqués no luzcan sus mejores galas y en primavera o verano sea un lugar mágico. No lo sé. Volveré para comprobarlo.

A pesar de ello, nada más partir de vuelta a casa, Caravaca ya había inscrito en mi espíritu su muesca santa. La huella de una orgullosa villa cristiana que me inspiró al acogerme estos afectuosos versos:

Brillantes como una vela
encendida por Cristo y su luz:
Caravaca y su Santa Cruz.




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