miércoles, 6 de agosto de 2014

El Señor de los Anillos III: El Retorno del Rey de J.R.R. Tolkien

En la tercera y última parte de El Señor de los Anillos, se dirime la guerra entre los ejércitos del bien y las fuerzas del mal, tropas oscuras estas últimas que Sauron ha extendido como un virus sobre la faz de la Tierra Media. La Compañía hace frente a los ejércitos oscuros, que se dirigen a Minas Tirith para asestar un golpe definitivo a la capital del reino de Gondor y someter así a la humanidad y todas las demás razas. Y mientras lo hacen, acaparando de esta manera la atención del ojo frenético de Sauron, consiguen un respiro para que el Portador del Anillo cumpla su misión en las tórridas Grietas del Destino. De unos y otros, unidos, depende todo. En El Retorno del Rey se describe la eterna lucha entre el bien y el mal y cómo aquél triunfa sobre éste.

El Retorno del Rey es un episodio trepidante de la Guerra del Anillo. Tolkien, como vengo manteniendo desde el principio, concibió esta obra como una gran parábola cristiana, que al fin y al cabo es la historia de un combate entre el hombre y las resistencias que se le presentan en el camino para no alcanzar al final de sus días la gloria. En este sentido, la simbología de la obra, y todo su contenido, subrayan esto mismo. Sin ir más lejos, el propio título de esta tercera parte evoca la Parusía de Cristo, la segunda y definitiva venida del Mesías. Hombre y Dios al mismo tiempo del que tienen algunos rasgos suyos varios personajes de esta historia: Aragorn, Gandalf y Frodo.

Si nos fijamos en Sauron, por ejemplo, vemos que es representado con un ojo —del que se dice que todo lo que—, instalado en una altísima torre. Actualmente esta simbología abunda por todas partes, pudiendo encontrarse su firma en todas las industrias del entretenimiento (deporte, música, cine, literatura, videojuegos), de la imagen o de la cultura... revelando, de modo indirecto, toda una Religión Oculta. Este símbolo, ya no es ningún secreto, es en la actualidad un símbolo masónico y ocultista. Además, a Sauron le sirven hombres y bestias, y su última ofensiva recuerda a la batalla final o Armagedón descrita en la Biblia (Apocalipsis 16, 16).

Gandalf en cambio es una figura de luz. Y tanto en la forma como en el fondo evoca la figura de un papa. Es el referente de la Compañía, sin que conozcamos por qué la lidera y de dónde procede su autoridad. Es guía y líder militar pero sobre todo espiritual; trata con reyes y príncipes, a los que nuevamente habla con autoridad; y, quizá el detalle más importante, es quien corona al rey de Gondor (Aragorn). Atribución —coronar a reyes y emperadores— que en la historia ha correspondido a los papas.

Al margen de las amenazas exteriores, que también han de ser combatidas, la Compañía tiene puesta sus esperanzas en el Portador del Anillo y su fiel compañero de viaje. Frodo y Sam también realizan un esfuerzo titánico para introducirse en las entrañas de Mordor, pero el gran esfuerzo sobre todo es interior; ahora se trata de vencer la oscuridad más íntima. El Anillo es el pecado y hay que destruirlo para conseguir el éxito, la meta del hombre, el destino para el que ha sido llamado a la vida. Ejemplo de ser corrompido por el pecado y el mal en el mundo, Gollum. La codicia en su caso ha rebosado su capacidad de resistencia. Su trastorno es irreversible. Fue un criminal, pero encuentra clemencia a ojos de su amo (Frodo). Sin embargo, es un ser condenado. Su final es el fuego, jugando así un papel decisivo en el plan de la Providencia. Pues, como sabemos, Frodo no es capaz en el último momento de arrojar el Anillo.

Frodo, que guarda un parecido sorprendente con Jesucristo, sigue siendo un simple hobbit. Por eso, aunque la pureza de su alma y la mansedumbre de su corazón son admirables, derrotar al mal se le antoja al final imposible. Ha hecho todo lo que tenía que hacer. Llegar con su cruz a cuestas a las Grietas del Destino, pero apoyado en todo momento en una gracia especial que lo ha alentado y protegido. Este auxilio sobrenatural es imprescindible para despegarse del Anillo y destruir el mal que anida en su ser y en el mundo entero. Tolkien, por tanto, no nombra a Dios, pero consigue que éste penetre toda su obra como sólo podría hacerlo un genio; o más bien un hombre asistido por un don divino.

Al final, la resolución de la historia puede chocar bastante porque es difícil entender qué ocurre con Frodo. Sólo en el último momento Frodo se despide de sus amigos hobbits en los Puertos Grises. Se marcha. Ya no lo verán más. Aún no, como dice a Sam. Más allá de los Puertos Grises, evidentemente, está la otra vida. Él ha cumplido su misión (puede verse en él también la imagen de un santo que ya puede alcanzar el cielo) y por tanto se va, como Cristo. También responde como Cristo a Sam (Juan 8, 21) al ser preguntado por éste si podría ir con él: «No, Sam. No todavía, en todo caso; no más allá de los Puertos (...) También a ti te llegará la hora». Y es que Sam es quien debe continuar esta historia. «Tú eres mi heredero», le dice Frodo. Y «las últimas páginas son para ti». ¿Por qué tanto protagonismo? Pues porque Sam es San Pedro, y Frodo está confirmándole como su sucesor. La historia de Cristo ha terminado. Ahora comienza la de la Iglesia.

La alegoría final de El Señor de los Anillos es preciosa, y de una riqueza teológica admirable. Las últimas páginas son para la Iglesia, la continuadora de la obra de Cristo, por eso Sam vuelve a la Comarca y reinicia su vida. Frodo deja el Libro Rojo a Sam por ese motivo, y no sin señalar antes una directriz bien clara: «perpetuarás la memoria de una edad ahora desaparecida, para que la gente recuerde siempre el Gran Peligro...»

¿Será que el Gran Peligro existe y nos acecha? ¿Será que el hombre habitualmente se confía y tiende a olvidarse de las amenazas que ponen en serio riesgo su destino y por tanto la salvación de su alma? 



EL SEÑOR DE LOS ANILLOS
Tercera parte: El Retorno del Rey



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