jueves, 28 de agosto de 2014

España, Patrimonio de lo Sagrado: Carcelén y su fiesta de los Montones


La noche, el fuego, la montaña, un Crucificado de cuatro siglos de antigüedad y un pueblo que lo venera como si estuviera vivo. Todos estos ingredientes se reúnen la madrugada del 23 al 24 de agosto en un pequeño pueblo de Albacete, limítrofe con la provincia de Valencia. Se trata de la inmemorial fiesta de los Montones, celebrada año tras año en Carcelén, agro en el que mis abuelos paternos vivieron durante casi dos décadas, coincidiendo con mi infancia y juventud. Con el tiempo el rito ha ido cambiando, progresando, perpetuándose; hasta tal punto que ahora los turistas identifican los Montones únicamente con la espectacular carrera popular que se celebra de noche a través de la montaña, sin reparar que la festividad, en honor del solemne Santo Cristo de las Eras, una magnífica talla gótica que irradia belleza, fervor y un halo sobrenatural, apreciable incluso visualmente si se es un poco sensible, es un ritual de indiscutible sabor religioso.

Carcelén se acuesta a lo largo de una fértil y espaciosa vega, hallada entre dos montes enfrentados desde tiempos pretéritos. Son Peña Blanca y Peña Negra. En el primer cerro es donde tienen lugar los Montones, muy a pesar de su antagonista, llamada Peña Negra porque pronto despoja de la luz del sol al pueblo manchego, extendiendo su sombra sobre éste como si quisiera adueñárselo. Repitiendo así, una y otra vez, su acecho diario. Sin embargo, el día de los Montones Peña Negra se ruboriza, enrojece de envidia, de celos, de pura ira, pues todas las miradas se dirigen a la montaña blanca, a la que para colmo Peña Negra también ha de mirar, con rostro sombrío, para su desgracia.

Tres grandes montones de leña se preparan para ser quemados en la cima de Peña Blanca cuando se aproximan las doce de la noche del día fijado. Para entonces, varias docenas de jóvenes ya se encuentran coronando la montaña, a la espera de que dé comienzo una carrera tal vez única en el mundo. En el momento preciso, formando una hilera, los corredores se mueven despacio ladera abajo hasta mitad del cerro, con antorchas en la mano[1] y el corazón latiendo deprisa, preludiando el esfuerzo al que va a ser sometido durante unos breves pero intensos minutos. Los montones más elevados ya iluminan la noche como bolas de fuego. Mientras la Piedra del Mediodía permanece iluminada bajo ellos y Carcelén apaga sus luces dispuesto a contemplar un rito que nadie se explica.

Entonces, una vez en el ecuador de la montaña sagrada, reunido el cortejo, los congregados se precipitan hacia el pueblo en medio de la noche con la misión de prender fuego al último montón que los espera junto a la ermita del Santo Cristo. El primero de todos ellos prenderá la pira de ramas, bajando así el fuego santo de lo alto del cerro al llano del campo.

A continuación, tras la insólita carrera, se saca en andas al Santo. Espectáculo solemne y emocionante. Las luces del pueblo continúan apagadas mientras las gentes se saludan instantes antes de que el Santo Cristo de las Eras reciba su homenaje. Por fin se disipan los murmullos y las voces cuando una señal de trompeta anuncia la salida del Santo. Entonces hace su aparición la sublime imagen milagrosa, de enigmático naturalismo, de mística presencia, de arrebatador magnetismo, de extraña fuerza evocadora, rodeada por una muchedumbre que vela por su Cristo como si fuera algo propio.

Después, arrumacos pirotécnicos celebran la salida del Cristo, enseñado y venerado en público como desafío el ambiente laico, ateo y progresista. Los cohetes entonces iluminan la noche de mil formas y colores; el oscuro manto es saludado con pólvora y luces, y hasta Peña Negra es arrancada de su negrura. Los fuegos artificiales seducen los sentidos de los presentes mientras algunas piruetas (las famosas figuras de palmera) semejan lenguas de fuego que descienden sobre los allí reunidos como el Espíritu Santo con forma de llama penetraba en los Apóstoles el día de Pentecostés. Al Santo le llueven miradas y flashes, antes y después de los fuegos artificiales. Acabado el estruendo pirotécnico, el Cristo asciende la cuesta que lleva su nombre hasta la iglesia de San Andrés, prefiguración del Gólgota y de su posterior Resurrección y Triunfo.

Pero la mayoría de los allí convocados no son creyentes. Su fervor por el Santo Cristo de las Eras es mera apariencia. Me refiero a los naturales, no a los extranjeros, que por el hecho de serlo, el Cristo les importa un pimiento. Aquellos veneran por tanto una escultura maravillosa, quizá el Crucificado más excelente de toda la provincia, pero no al Dios que representa. Dando así a Dios un culto huero, vacío y superfluo. Esta, por otra parte, no es la única razón por la que no me siento del todo cómodo en las fiestas populares, la falta de silencio, después del atracón de emociones, suele ser mi principal anhelo; pero me recuerdo a mí mismo que estamos obligados a santificar las fiestas. Aunque lo que viene después de éstas en las noches de verano nada tiene que ver con aquéllas.

Luego, el ruido y la algarabía ensordecen el alma. Toca bailar y beber hasta el alba. Cuando ya resulta imposible apreciar en el ambiente las esquirlas que el misterio ha esparcido a lo largo y ancho de la espaciosa vega.

No obstante, me gustaría aportar mi propia tesis acerca de este acontecimiento; convencido de que es imposible resolver totalmente el enigma, pero con la intención de esclarecer en la medida de lo posible el misterio que supone esta tradición popular hundida en la más remota prehistoria. Porque el origen de los Montones se remonta a la noche de los tiempos. Desconocido es, efectivamente, cómo llegó a cuajar una solemnidad tan singular como ésta. Arrojemos, pues, un poco de luz a tantas tinieblas.

La montaña ha sido para todas las religiones una imagen que ha expresado el vínculo entre el cielo y la tierra. Así se manifestó Mircea Eliade en su obra Lo sagrado y lo profano[2]. El fuego, por su parte, simboliza en la Escritura la presencia y la acción divinas. Presencia y acción que pueden ser de tres clases: 1) protectoras y benéficas, 2) temibles y purificadoras, y 3) vengadoras y castigadoras. Quizá por influencia de Peña Negra los Montones fueron en origen un rito para invocar la luz y la fertilidad en los campos. Después, se habría teologizado el rito agrario dándole una interpretación cristiana. El culto al Santo Cristo se vincularía de esta manera con el viejo rito del fuego, muy extendido en todo Levante, para mostrar, repetir y perpetuar una enseñanza religiosa.

Un vecino de Carcelén, muy querido por los naturales y desaparecido hace pocos años en un accidente, vio en los Montones un «ceremonial "sagrado", cuyo valor, oscuro, revive una clave inquietante, que relaciona al ser humano con el mundo agrario: un rito que quizás nunca fue explicado». Y muy acertadamente hacía notar que el fuego inicial y final no son arbitrarios. No lo son, por supuesto. Pero si bien el fuego remite a un mito agrario, el Sacrificio de Cristo en la Cruz, no. A mi juicio, al espiritualizar con buen criterio el acontecimiento, la Iglesia vería en la tradición de los Montones una fiesta muy adecuada para contar la Buena Nueva y acercar al Señor a las gentes de Carcelén, despojando a una celebración pagana de su viejo significado, y dándole un nuevo sentido cristiano.

Difícil se antoja hoy, sin embargo, trazar una exégesis rigurosa sobre el simbolismo de los Montones. Tenemos un fuego en lo alto que ha de ser bajado al llano por un portador cualificado; tenemos el portador, la hoguera final, y un Crucificado venerado desde hace siglos. ¿Qué puede significar entonces el ritual de bajar el fuego desde lo alto? Más allá del mito agrario que sí parece fundado, según el cual se trataría de invocar un sol parco limitado entre dos montañas para que la tierra diera los frutos necesarios con los que poder desarrollarse la vida humana, una posible espiritualización del acontecimiento sería establecer un paralelismo entre la bajada de fuego del cielo y el bautismo cristiano.

Si la montaña es imagen que relaciona el cielo y la tierra, bajar algo de la montaña al llano puede ser, teológicamente hablando, una gracia que Dios concede a los hombres. Así, Juan el Bautista, predicando la inminente llegada de Cristo, declarará públicamente: «Yo os bautizo con agua, pero ya viene el que es más fuerte que yo, y a quien no soy digno de desatar la correa de sus sandalias. Él os bautizará con Espíritu Santo y con fuego»[3]. Así pues, de invocación al sol para que interviniera en la buena marcha de las cosechas, la bajada del fuego del cielo podría ser más tarde el símbolo de la llegada del Reino de Dios a los hombres: «Convertíos, porque el reino de Dios está cerca», diría Jesús nada más comenzar su ministerio en Galilea[4]. Después, la subida (ascensión) del Santo a la parroquia de San Andrés representaría —si aparcamos el modero uso de fuegos artificiales— los momentos posteriores al prendimiento de Jesús, pasión, muerte y resurrección; eso sí, de modo muy condensado.

Se me ocurre una hipótesis más para dilucidar el misterio que rodea la singular fiesta de los Montones; en apariencia descabellada pero quizá no del todo improbable. Nos tendríamos que remontar muy atrás en el tiempo, acaso hasta dar con un grupo heterodoxo, una comunidad religiosa que habitara antaño algún paraje cercano. En Carcelén existen los restos de yacimientos neolíticos e ibéricos, y su emplazamiento natural ha hecho de este enclave una encrucijada, paso natural por tanto de numerosos pueblos históricos[5]. Esto es conocido. Pero hay un elemento más a tener en cuenta. El uso de antorchas. Según el humanista Juan Eduardo Cirlot, la antorcha constituye el símbolo de la purificación por la iluminación[6]. Y aquí estaríamos hablando de una ceremonia simbólica de cierta enjundia intelectual, al alcance naturalmente de unos pocos. El portador del fuego sería una imagen del titán Prometeo y su gesta respondería, en términos actuales, a un mensaje luciferino. Siendo Lucifer, claro está, el que trae la luz a los hombres desatándolos de las supuestas cadenas con las que Dios los esclaviza al sugerirles una moral que por nada del mundo desean reproducir.

También ha estudiado alguien la probable existencia de herejes en el entorno, concretamente en el vecino pueblo de Alatoz, relacionados estrechamente con la Iglesia de San Juan Bautista y con los montes sagrados que abrazan este pueblo, y que habrían bebido al parecer de tradiciones primitivas arraigadas en estos suelos manchegos[7]. La cercanía entre ambos pueblos no hace imposible esta conjetura, pero es tan endeble que apenas convence.

Finalmente, tal vez en este caso las antorchas no remitan a ningún significado oculto. Puede que éstas se sigan utilizando en recuerdo de los acontecimientos que antiguamente se producían en Peña Blanca durante las noches de quema de brujas y herejes. Esta teoría, esbozada un tanto chapuceramente, insinúa que la tradicional fiesta de los Montones procede de la famosa quema de herejes. Al parecer en la Piedra del Mediodía «se ajusticiaba a los reos condenados por la Santa Inquisición, como aviso para posibles infieles de la comarca y evitar paganismos»[8]. Romántica escena que tal vez quedó grabada en el imaginario de los naturales al producirse en algún momento de la Edad Media, pero que resulta, a mí al menos, difícil de aceptar. Primero porque no hay constancia de tales actividades inquisitoriales en la provincia de Albacete y, segundo, porque la quema de herejes explicaría la existencia de montones en llamas en lo alto de Peña Blanca, pero nada de bajar el fuego al llano, ni del pretendido ritual agrario para atraer el favor de los dioses y conseguir cosechas decentes…

Sea como fuere, el origen de las fiestas mayores de Carcelén, los legendarios Montones, sigue —y seguirá estando— lejos de nuestro alcance. A lo sumo será posible acercarse, como he tratado de hacer, a la teologización de esta antigua fiesta; una celebración en las que las fuerzas de la luz y las tinieblas, la noche, la montaña, el fuego, y un Crucificado milagroso de orígenes legendarios e irresistible encanto, se aúnan para crear cada 23 de agosto un ambiente irreal, incorpóreo y mágico, capaz de hacer aflorar en las gentes devotas que contemplan la salida del Santo, chispazos gozosos que animan el alma a remontarse al cielo y convivir para siempre con el Hijo de Dios, la persona que imaginamos cuando vemos al bellísimo Cristo de Carcelén llevado en andas por las calles de su pueblo.





[1] En los últimos años, como consecuencia de la imposición del sentir ecologista, las antorchas han sido sustituidas por linternas. En mi opinión, prostituyendo el evento por un capricho, pues el monte por ese lado está totalmente yermo.

[2] MIRCEA ELIADE: Lo sagrado y lo profano, Paidós, 1998, p. 33.

[3] LUCAS 3, 16.

[4] MATEO 4, 17.

[5] Consultar Al-Basit (Revista de Estudios Albacetenses), diciembre de 1996: Avance preliminar de las prospecciones arqueológicas en los términos municipales de Carcelén y Alatoz durante 1995, por CARLOS ESCRIVÁ GONZÁLEZ y LUIS SÁNCHEZ GONZÁLEZ.

[6] JUAN EDUARDO CIRLOT: Diccionario de símbolos, Siruela, 2008, p. 86.

[7] PASCUAL UCEDA PIQUERAS: Los símbolos en los confines de La Mancha; ADIH, 2012.

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