Si
me preguntasen a bote pronto cuál es para mí el mejor libro del siglo pasado,
diría que la obra de ficción más importante del siglo XX es El Señor de los
Anillos. Así lo consideran con razón millones de lectores, su influencia en la
literatura moderna es innegable y ha sido objeto de multitud de estudios e
incluso tesis doctorales. No cabe duda de que la gran aventura épica de Tolkien
(1892, Bloemfontein—1973, Bournemouth), desconocida por el gran público hasta
hace pocas décadas, recibió un impulso decisivo con la adaptación
cinematográfica de Peter Jackson. Pero El Señor de los Anillos, relegada al
olvido o rescatada de éste, es una mina de riqueza inagotable y de hondas raíces
religiosas con un decisivo mensaje; de tal modo que su sentido trasciende las
intenciones del autor y hace de la obra maestra de Tolkien una historia
providencial insuperable en su género.
En
total El Señor de los Anillos está formado por una serie de libros que Tolkien
dividió en tres partes (La Comunidad del Anillo, Las Dos Torres y El Retorno
del Rey). Para dar vida a su fabulosa aventura, el escritor sudafricano
construyó un mundo nuevo (la Tierra Media), inspirado en las mitologías paganas
—especialmente la céltica y escandinava—, creando incluso un lenguaje nuevo: el
élfico, y lo pobló de personajes excepcionales sometidos a las pasiones humanas
y a la inevitable disyuntiva entre el bien y el mal.
El
argumento general de la obra es sencillo. En la eterna disputa entre el bien y
el mal, en una hora límite para el mundo, un elegido, acompañado de un grupo de
seres de buena voluntad, se pone en camino para hacer frente al Enemigo, al
representante del mal, en este caso Sauron, que, con forma de ojo que todo lo
ve, encarna el mal en la Tierra Media y se dispone a aniquilar totalmente las
razas que se oponen a su tiranía. Mas para destruir a Sauron hay que llevar un
anillo de poder al propio centro del mal (Mordor) y arrojarlo al fuego desde el
Monte del Destino. Y Frodo, un simple hobbit, es el encargado de hacerlo.
Como
es lógico, Frodo no peleará solo; de su lado estará un inolvidable puñado de
amigos, que, bajo la dirección del mago Gandalf el Gris, forman la Compañía del
Anillo. Sus nombres son familiares para muchas personas: Frodo y Sam, Pippin y
Merri, Gandalf, Legolas, Gimli, Boromir y Aragorn (es decir, cuatro hobbits, un
mago, un elfo, un maestro enano y dos humanos, el último de los cuales es el
heredero a la corona del reino de los hombres).
Lo
que sigue es conocido por todos. Las razas buenas se unen para combatir a los
ejércitos de Sauron y Saruman (mago que se ha pasado al Enemigo): orcos, nazgûl o espectros, Uruk-Hai y demás monstruos fantásticos… Propiamente hablando se
puede decir que lo que sigue es la historia de la Guerra del Anillo.
Así
pues, ¿qué es El Señor de los Anillos? En la forma un maravilloso cuento de
hadas; en el fondo una aventura épica cristiana con claro mensaje teológico.
Como cuento de hadas tiene la capacidad de liberarnos del asfixiante mundo que
nos rodea, de la deshumanización reinante; como obra religiosa supone casi un
evangelio, un medio de conversión.
Tolkien,
en primer lugar, concibe un mundo legendario anterior a Abraham, anterior a la
Revelación, y por tanto sin símbolos o referencias cristianas, pero no sin
gracia (entiéndase esto bien porque no es mi intención caer en herejía). La
finalidad de su obra está en sintonía con el gran mensaje evangélico que porta
Jesús a su llegada a este mundo, y también con su misión; y por otra parte, los
personajes principales de esta ficción fantástica son prefiguraciones de
personajes bíblicos. Vemos por ejemplo ecos de la Virgen María en la dama
Galadriel, del Mesías en Aragorn y Gandalf (este último sufre una transfiguración
como Cristo en el Monte Tabor); Sam comparte semejanzas innegables con San
Pedro, etc., pero es Frodo el que guarda más similitudes con el propio Cristo.
Entonces, ¿cuál es la
clave para llegar a buen puerto? La fe. Pues, como afirman algunos personajes, habrá esperanza si la Compañía se
mantiene fiel. ¿Y fiel a qué? A la voluntad divina que dirige los caminos de
quien quiere vencer al pecado y a la muerte. El ejemplo más claro de fe lo
vemos en Sam, un entrañable hobbit SIEMPRE LEAL A SU SEÑOR, a pesar de sus
defectos y faltas, pero consciente de sus limitaciones y dones naturales. Su
lealtad conmueve e impresiona. Sam es por ello, a mi modo de ver, el modelo que
todo hombre ha de seguir para salir airoso de la Guerra del Anillo, que, como
es notorio, es en el fondo la guerra interior del hombre, el combate espiritual
que éste libra mientras camina por la vida escogiendo constantemente entre el
bien o el mal, para colmo no siempre reconocibles.
EL SEÑOR DE LOS ANILLOS
Primera parte: La Comunidad del Anillo
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