viernes, 15 de agosto de 2014

Antígona de Sófocles

Antígona, hija de Edipo y Yocasta, es objeto de atención de Sófocles en una de sus grandes tragedias. Fruto de la unión incestuosa de sus progenitores, la joven Antígona quedará señalada de por vida, y su destino no será más benevolente con ella que el de sus padres. Sin embargo, la herencia recibida no la convierte necesariamente en un ser despreciable; en su caso, Antígona dará una lección moral a cuantos la rodean, defendiendo la legitimidad de enterrar a un hermano pese a la oposición del Estado. Por eso Antígona es sobre todo la tragedia de una mujer que lucha contra viento y marea para que sigan rigiendo las leyes de los dioses, con la seguridad de estar haciendo lo correcto.

El conflicto que desencadena esta tragedia griega es sencillo. Su historia, sin embargo, viene del conocido relato del asedio de Tebas por parte de un grupo de reyes. Trata magníficamente este episodio Esquilo en su obra Los siete contra Tebas. Volviendo a la tragedia que nos ocupa, dos hermanos de Antígona (Eteocles y Polinices) acaban de morir en la guerra, pero combatiendo en bandos distintos. A Eteocles, que batalló en defensa de Tebas, se le honra con los pertinentes funerales. En cambio a Polinices el rey Creonte le niega el derecho legítimo a ser enterrado dignamente y decide exponer su cuerpo a las fieras. Entonces surge la colosal y humana figura de Antígona. A ella no le importan las leyes del Estado si el Estado no respeta la primera ley de todas, la ley natural dada por los dioses. 

Y ella en consecuencia, convencida de que tiene que enterrar a su hermano, se salta una prohibición expresa del rey. Y lo hace completamente sola. Pues su otra hermana, Ismene, trata de disuadirla y se pliega, amedrentada, a las leyes humanas, sin que el grado de justicia que haya en ellas cambie su adhesión servil a éstas. Las palabras de Ismene son transparentes: «piensa con cuánto mayor infortunio pereceremos nosotras dos, solas como hemos quedado, si, forzando la ley, transgredimos el decreto o el poder del tirano». Antígona, en cambio, le replica sensatamente: «es mayor el tiempo que debo agradar a los de abajo que a los de aquí».

Así que ni corta ni perezosa Antígona inicia a escondidas los preparativos del enterramiento de su hermano hasta que un guardián la descubre y la lleva a la fuerza frente al rey Creonte. Lo que sigue es una discusión sublime entre Antígona y el rey, dando cada uno sus razones de por qué Polinices debe ser enterrado, o no serlo. 

Creonte entiende que la petición de Antígona no es legítima porque su hermano ha faltado gravemente a la patria: «Dices algo intolerable cuando manifiestas que los dioses sienten preocupación por este cuerpo. ¿Acaso dándole honores especiales como a un bienhechor iban a enterrar al que vino a prender fuego a los templos rodeados de columnas y a las ofrendas, así como a devastar su tierra y las leyes? ¿Es que ves que los dioses den honra a los malvados? No es posible».

Antígona replica entonces con acierto, poniendo el dedo en la llaga, pues para Creonte primero es el hombre y después los dioses: «No pensaba que tus proclamas tuvieran tanto poder como para que un mortal pudiera transgredir las leyes no escritas e inquebrantables de los dioses. Éstas no son de hoy ni de ayer, sino de siempre, y nadie sabe de dónde surgieron. (...) Porque a mí de tus palabras nada me es grato —¡y nunca me lo sea!—, del mismo modo que a ti te desagradan las mías. Sin embargo, ¿dónde hubiera podido obtener yo más gloriosa fama que depositando a mi propio hermano en una sepultura? Se podría decir que esto complace a todos los presentes, si el temor no les tuviera paralizada la lengua. En efecto, a la tiranía le va bien en otras muchas cosas, y sobre todo le es posible obrar y decir lo que quiere. (...) No considero nada vergonzoso honrar a los hermanos».

Generado el problema, el pueblo se posiciona. Y Creonte, que tiene parte de razón al reclamar justicia, olvida que no le corresponde a él juzgar a los muertos. Su hijo Hemón se lo echa en cara y sale en defensa de Antígona. Incluso el adivino Tiresias advierte al rey contra su terquedad. Y es la voz de Sófocles que se manifiesta a través de éstos, revelando así uno de sus principios sagrados en su obra: la prudencia en todo lo relacionado con los dioses.

Tiresias al rey: 

  • «Sé consciente de que estás yendo en esta ocasión sobre el filo del destino.
  • «Recapacita, pues, hijo, ya que el equivocarse es común para todos los hombres, pero, después que ha sucedido, no es hombre irreflexivo ni desdichado aquel que, caído en el mal, pone remedio y no se muestra inflexible. La obstinación, ciertamente, incurre en insensatez».
  • «...que la mejor de las posesiones es la prudencia».

Por eso, al soslayar el rey estas cuestiones, el final de esta gran obra ha de ser trágico. Y es que «entre los hombres la irreflexión es, con mucho, el mayor de los males humanos». Pues «no hay que cometer impiedades en las relaciones con los dioses»... Sófocles en estado puro.


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