martes, 29 de enero de 2019

La isla del tesoro de Robert Louis Stevenson

La isla del tesoro se publicó por primera vez en Londres en 1883 (tras haber aparecido por capítulos en una revista juvenil entre 1881 y 1882) y desde entonces se cuentan más de trescientas cincuenta ediciones solo en inglés y muchísimas otras en otras lenguas. Este éxito se debe a que la historia es emocionante, los capítulos se suceden de manera trepidante, los personajes corresponden a tipos de gran envergadura, sobre todo el emblemático pirata pata de palo John Silver, y el verbo de Stevenson golpea siempre de manera precisa, concisa y sugerente. Esta es sin duda la novela de aventuras por excelencia. La que apasiona de joven, deja un regusto dulce en el recuerdo y vuelve a enganchar de viejo. Sin que importe lo más mínimo, a fin de cuentas, si unos personajes u otros merecen hallar el codiciado tesoro, sino el fascinante viaje entre el peligro y el vértigo en el que se embarca el lector desde la primera página.

En lo que a mí respecta, debo confesar, para bien o para mal, que yo había superado la treintena cuando, hace algunos veranos, leí por primera vez esta maravilla literaria. Y recuerdo, perfectamente, quedar al punto embelesado, arrebatado y fuera de sí. A decir verdad, en seguida me sentí transportado al bello mundo que narra aquí Stevenson, con ejemplar genio e inigualable nobleza. Sin duda La isla del tesoro es la gran novela de aventuras, y una de las verdaderas obras maestras de la literatura no sólo infantil y juvenil sino también de adultos. Su combinación de piratas ladinos, tesoros asombrosos y luchas inolvidables en una lejana y misteriosa isla supone una auténtica delicia. Y puedo dar fe de que de la lectura de estas emocionantes páginas deriva una felicidad pocas veces derivaba de la lectura de los libros. 

Creo que es más que evidente mi entusiasmo por esta obra. Por supuesto, no me cansaría nunca de hacer llover los elogios sobre ella. La agilidad de su trama, el carácter aventurero de la historia misma, la viveza de los personajes, su personalidad y la relación que se establece entre ellos, etc., son virtudes admirables de este clásico de piratas que además fomenta valores como el esfuerzo, la lealtad, la justicia, la amistad o la valentía. Aunque en el fondo Stevenson, que reflexiona sin aparentarlo sobre el engaño y la importancia de perseguir un objetivo en la vida, plantea, una vez más, la eterna pugna entre el bien y el mal, entre la honestidad y la desvergüenza, entre la traición y la franqueza, entre la vileza y la auténtica hombría. 

En fin, qué podría decir yo para concluir este modesto y espontáneo panegírico que tiene por objeto la gran obra de Stevenson. Se podría añadir seguramente cuanto se quisiera pero, entre ustedes y yo, ¡no hay mayor gozo que leerla personalmente!


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