jueves, 21 de mayo de 2020

Recuerdos de Sintra (II): La Quinta da Regaleira


Desde el casco histórico de Sintra nos desplazamos a pie, tu madre y yo, hasta la fascinante quinta. Nuestro hotel, ubicado en los mismos riñones de la villa, en una cuesta por la que se accede en seguida al Palacio Nacional, queda cerca de la enigmática mansión y de su encantador entorno. El paseo resulta agradabilísimo, entre el verdor clorofílico de las sugestivas arboledas y los velos que se desprenden de las nubes, grises y negras, formando una bruma entre mística y novelesca.
Antiguamente, los señores de la finca concurrían al lugar montados en carruajes y calesas. En la actualidad, también a los turistas se les ofrece la posibilidad de subir a un carro de época y deambular por las estrechas callejuelas empedradas de Sintra, entre sus edificios húmedos, añosos y coloridos. Pero ni los cocheros poseen el lustre y la elegancia de sus compañeros de gremio vieneses, ni los jacos y rocines, deslucidos y endebles, valen cuatro perras.

Con todo, maravilla pensar en los cascos de los caballos hundiendo el piso, en las maderas de los carromatos sollozando tras cada giro, en los conciertos improvisados de las fuentes de cada esquina, en las bucólicas vistas disfrutadas sin peatones vocingleros dominados por las prisas, sin taxistas nerviosos y frenéticos, y sin vehículos de motores explosivos. Maravilla pensar en tiempos remotos, en tiempos más salubres y menos histéricos, en tiempos más sencillos y menos asfixiantes, en tiempos más pausados y menos ruidosos...
Cuando se alcanzan finalmente las inmediaciones de la finca, se tiene la impresión de haber llegado a un parnaso escondido, mezcla de bosque, floresta, selva y jardín. El palacio que preside la quinta, sin embargo, no posee la antigüedad que presupone el visitante. Imita con esmero el estilo manuelino propio del renacimiento portugués, así como el gótico tardío, con gran profusión de motivos ornamentales en dinteles, ventanales, columnas y arcadas; las famosas gárgolas otean los alrededores, y decenas de arcanos símbolos ofrecen pistas a los no legos e insinúan mensajes secretos que encubren supuestos conocimientos valiosísimos e inestimables. El edificio, hermoso para mis ojos, fue construido a principios del siglo XX a instancias de su dueño, Antonio Carvalho Monteiro, opulento comerciante que amasó un caudal extraordinario gracias a sus negocios en América. Y en aquella finca de ensueño plasmó el potentado, intelectual y amante de las bellas artes, su mayor fantasía: erigir un microcosmos acorde a sus gustos, dotándolo de impalpables energías por medio de ideogramas y signos pertenecientes a diversas órdenes esotéricas, a las cuales, por cierto, el opulento filántropo parece ser que pertenecía.
Influencias de viejas y no tan viejas hermandades mistéricas: templarios, rosacruces, francmasones; dioses grecorromanos y referencias a los héroes de sus mitologías; alegorías literarias, deidades egipcias, ideas alquímicas, ideas cristianas contaminadas por primitivas gnosis heréticas, etc., conforman un universo a pequeña escala, enmarcado en un vergel de especies tropicales, exóticas unas, endógenas otras —no menos atractivas—, del que brotan torres y fortificaciones de aspecto medieval; del que surgen hoyos enigmáticos al que acuden los visitantes; y cuyo terreno es herido por numerosos y lóbregos túneles o pasadizos.
Por todo ello, los jardines de la Quinta da Regaleira me embrujaron nada más poner los pies en sus dominios. Mientras recorría sus caminos, ligeramente embarrados por las recientes lloviznas, me iba enamorando del entorno y de su ambiente. No me detuve en escrutar los símbolos esparcidos. Caminaba sin rumbo fijo, deleitándome en cada nuevo rincón del laberinto. En cambio, todos aquellos que nos acompañaban en la exploración matinal se dirigían, apresurados, al famoso pozo iniciático, como almas en pena que van derechas a sellar su destino; unos para beber de las fuentes del Leteo, otros, para probar las del Mnemosine, río cuyas aguas causan el efecto inverso.
Entre plantas no ornamentales como la belladona o el estramonio, hechas germinar por el señor Carvalho Monteiro para usar probablemente en sus ritos mistéricos naturalmente acompañado de personas de gustos no menos pintorescos, germinan bancos de mármol, mesas pétreas que tal vez facilitaran innobles sacrificios, estatuas de dioses griegos y romanos dispuestos conforme a una secuencia cuyo sentido no percibimos, rostros de carneros y sátiros, y una hermosa capilla, con la Virgen Santísima, Santa Teresa de Ávila y San Antonio de Padua, como benefactores de la finca.
Naturalmente, no parece que pueda existir avenencia alguna de una reunión tan dispar de elementos. Pero para el amo habrían de tenerla.
A pocos pasos de la capilla alcanzamos al fin la mansión extravagante. Y voto a Dios que el paseo que dista entre el oratorio y el palacio es uno de los miradores más hermosos que existen, con los montes de Sintra a un lado, cubiertos por hábitos verdinegros y esmeraldas, a cuyo fondo, en lo alto, se erizan las ruinas del Castelo dos Mouros: encabritada fortaleza medieval desde la cual se contemplan unas vistas que enardecen el espíritu y al tiempo lo aplacan.
El interior de la mansión está diseñado al gusto de su dueño. Me llama la atención el busto del gran poeta épico luso que se conserva en una de las salas: don Luis de Camóes, que, en Los Lusiadas, movió a los navegantes de su odisea lusitana «para que a Dios gran parte deis del mundo».
En otra ocasión mostré a tu madre la tumba de tan ilustre poeta hispano, situada en el Monasterio de los Jerónimos en Lisboa, frente al féretro marmóreo de Vasco de Gama. Pero ése fue otro momento, otro alto en el camino de este gran viaje, que trajo consigo, también, un rosario de evocaciones dignas de recordarse. 
Finalmente, los jardines de la quinta, con sus meandros y túneles, sus torreones y pozos iniciáticos, su delicioso follaje y sus inverosímiles flores y plantas, pueden aislar al visitante durante horas, pero antes o después se termina por abrir el apetito y el cuerpo siente hambre. Las necesidades del espíritu pasan entonces a un segundo plano, en favor de avideces menos elevadas y más vulgares; necesidades imperiosas en todo caso, y, sin embargo, en muchos casos, tan románticas como apasionantes. Y es que la gastronomía, hijo mío, siempre ha sido uno de los caprichos que mayores placeres nos ha proporcionado a tu madre y a mí en nuestros viajes.
De vuelta en Sintra, se ofrecen variadas alternativas al visitante para saciar su apetito. Respecto a la comida, el bacalao es el plato predominante, pero la cocina de la región no se define exclusivamente por la elaboración de este pescado azul traído de caladeros remotos. Sintra promete al viajero ricos guisos de peces y mariscos, sabrosos caldos verdes, lechones crujientes y exquisitos, así como dulces de queso típicos: las queijadas. Existen, como es lógico, unos cuantos comedores para degustar la gastronomía local. No todos los más interesantes están en el centro del pueblo, pero yo no pude resistirme a comer en la terraza del afamado Café París, ubicado frente el palacio de los antiguos reyes de Portugal. Residencia que justo antes de comer enseñé a tu madre, la cual, asombrada con la sala de los escudos, anduvo finalmente al café, de mi mano, con gran apetito, el pecho sereno y Dios en la mirada.
En realidad, recuerdo ese rato en el Café París como uno de los mejores momentos de mi segunda estancia en Sintra. La comida, por supuesto, fue extraordinaria. Memorables fueron las sardinas a la brasa que nos presentaron junto a unas deliciosas y redonditas patatas cocidas, y los dos risottos que pedimos, de setas y langostinos respectivamente. Yo no quería que ese instante acabara por nada del mundo. Me sentía pleno. Me sentía dichoso. No me faltaba nada. Sentado en un lugar privilegiado, tranquilo y seguro, frente a un importante palacio, con un tiempo espléndido, enamorado y contento, disfruté de cada átomo de realidad. Disfruté de tu madre, que estaba radiante y más guapa que nunca. Disfruté de la comida local y del vino de la tierra. Disfruté del sol que jugaba al escondite con las nubes traviesas. Y disfruté sobre todo de ser consciente de que me embargaba semejante felicidad. Y allí, sentado en la terraza del Café París, en la entraña de un pueblo que exuda belleza, me sentí especialmente cómodo y afortunado.
Sin duda por el escenario que me rodeaba, pero en parte también porque en todo momento tuve presente que tras dar cuenta de las viandas, quedaba la atracción más fascinante: un castillo de colores que se erige como atalaya de águilas.

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