El oro del rey es la cuarta entrega de Las aventuras del capitán Alatriste. De regreso de Flandes, Diego Alatriste y su pupilo Íñigo Balboa se detienen en Sevilla, donde les depara una peligrosa aventura. Álvaro de la Marca, conde de Guadalmedina y amigo del capitán Alatriste le encarga un trabajo de parte del mismísimo valido del rey, Olivares. El mismo consistirá en sabotear un barco cargado de oro. El contrabando de oro y plata de las Indias es un gran negocio para muchos nobles, y tanto el rey Felipe IV como el conde-duque de Olivares deciden jurársela al duque de Medina Sidonia, que por lo visto está concentrando demasiado poder en la Corte. El oro del rey es un libro desigual, pero Pérez-Reverte, intercala entre las páginas más aburridas otras excelentes. Párrafos sueltos inspirados por los que merece la pena leer y comprar el libro.
El barco Virgen de Regla lleva una carga clandestina de lingotes de oro sin declarar. Esta carga será traspasada al buque Niklaasbergen, que es el que tienen que tomar el capitán Alatriste y los hombres que reclute para la tarea. Lo mejor del oro del rey, narrativamente hablando, son los momentos de acción. Tanto la trampa que le presenta Angélica de Alquezar a Íñigo y el combate sobre la cubierta del Niklaasbergen son espectaculares; pero si hay una escena magistralmente descrita es la refriega que encara al capitán Alatriste y sus amigos contra un alguacil y sus corchetes. Contiúen y deléitense con el pasaje:
«No había terminado de hablar cuando Guadalmedina le disparó a bocajarro uno de sus pistoletes, tirándolo para atrás como estaba, aún vuelto el rostro, con el fogonazo. Chilló una mujer bajo el arco, y un murmullo expectante corrió entre las sombras; que ver reñir al prójimo o acuchillarse entre sí fue siempre antigua costumbre española. Y entonces, al mismo tiempo, Quevedo, Alatriste y Guadalmedina metieron mano a la blanca, en la calle relucieron siete aceros desnudos, y todo ocurrió a un ritmo endiablado: cling, clang, herreruzas echando chispas, los corchetes gritando "en nombre del rey, ténganse en nombre del rey", y más gritos y murmullos entre los espectadores. Y yo, que también había desemvainado mi daga, me quedé allí mirando cómo, en menos de medio avemaría, Guadalmedina le pasaba el molledo del brazo del corchete, quevedo marcaba a otro en la cara dejándolo contra la pared, las manos sobre la herida y sangrando cual cochino por aceitar, y Alatriste, espada en mano y daga en la otra, manejando ambas como relámpagos, le metía dos palmos de toledana en el pecho a un tercero que decía María Santísimo antes de desclavarse y caer al suelo vomitando espadañas de sangre que parecían tinta negra. Todo había ocurrido tan rápido que el cuarto porquerón no lo pensó dos veces y tomó las de Villadiego cuando vio a mi amo revolverse luego contra él. En ésas yo enfundé mi daga y fui sobre una de las espadas que había en el suelo, la del alguacil, alzándome con ella en el momento en que dos o tres curiosos, engañados por el inicio de la riña, se adelantaban a echar una mano a los corchetes; pero tan pronto fue resuelto todo, que los vi para en seco apenas iniciado el ademán, mirándose unos a otros, y luego quedarse muy quietos y circunspectos observando al capitán Alatriste, Guadalmedina y Quevedo, que con las espadas desnudas se volvían dispuestos a proseguir la vendimia». (p. 85-86)
Además de reflejar la situación política y social con destreza, Pérez-Reverte nos recuerda que los malos gobernantes son una lacra universal, en todos lugares y tiempos. Véase, si no, la descripción que hace el autor de El oro del rey de la política de aquel primer tercio del siglo XVII español:
«...la actividad política consistía en un tira y afloja con el dinero como fondo; y todas las crisis que más tarde habíamos de vivir bajo el cuarto Felipe, las conjuraciones de Medina Sidonia en Andalucía y la del duque de Híjar en Aragón, la secesión de Portugal y la guerra de Cataluña, estuvieron motivadas, de una parte, por la rapacidad de la hacienda real; y de la otra, por la resistencia de los nobles, los eclesiásticos y los grandes comerciantes locales a aflojar la mosca. Precisamente la visita realizada por el rey a Sevilla el año veinticuatro, y la que ahora llevaba a cabo, no tenían otro objeto que anular la oposición local a votar nuevos impuestos. En aquella desventurada España no existía más obsesión que la del dinero, y de ahí la importancia de la carrera de Indias». (p. 145)
Más allá, por tanto, de la aventura del robo del buque y su carga —en la que se cruzan sin esperarlo de nuevo con Gualterio Malatesta (encargado precisamente de custodiarlo)—, o de las magníficas descripciones de las escenas de acción que fabrica Pérez-Reverte en El oro del rey, si se disfruta con algo es sobre todo con el personaje de Diego Alatriste y Tenorio. En Íñigo también se aprecia una evolución importante, y vemos como crece y crece. El capitán, en cambio, en esta cuarta entrega de las aventuras está colosal. Arturo Pérez-Reverte permite que lo conozcamos más, lo expone al juicio del lector más que nunca, y presenta a su héroe cansado más implacable y oscuro que en todas las tres entregas anteriores juntas. El capitán Alatriste —y esta es una observación muy personal— es el alma de las aventuras; sin él, las novelas no pasarían de ser relatos históricos bastante aburridos.
LAS AVENTURAS DEL CAPITÁN ALATRSITE
- El capitán Alatriste
- Limpieza de sangre
- El sol de Breda
- El oro del rey
- El caballero del jubón amarillo
- Corsarios de Levante
- El puente de los asesinos
FICHA
Título: El oro del rey
Autor: Arturo Pérez Reverte
Editorial: Alfaguara Editorial
Otros: Madrid, 2004, 280 páginas
Precio: 19,5 €
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