El primero de los personajes en ruinas para el mundo es un pobre hidalgo llamado Montenegro. Joven soñador y de corazón puro, despreciado por los demás por su pobreza y sin embargo gran altura de miras. Doña Isabel, vieja solterona nobilísima y gran defensora de sus amigos. Y el magnánimo comerciante arruinado Don Braulio. Los tres forman una terna entrañable descrita por Rosalía con enorme cariño y belleza: «Nadie podía negar, sin embargo, que, aparte de sus manías, los tres personajes en cuestión de buenos se caían a pedazos, y que por buenos se hallaban en aquel estado miserable, que tanto pábulo daba a las murmuraciones de los honrados vecinos de la villa»... Contra los tres grandes amigos hacían precisamente causa común esas «gentes predestinadas desde la cuna» a conchabarse contra todas aquellas almas no comunes o directamente geniales. De ahí el amargo lamento de Rosalía hacia los más vulgares individuos de nuestra especie, hechos masa, hechos sociedad pueril y malediciente, pues «la sociedad no puede soportar por largo tiempo sin desecharlo aquello que no comprende».
Cierra Rosalía de Castro finalmente su obra titulada Ruinas, como acostumbra, por cierto, con un broche en absoluto halagüeño. Al final solo muy pocos amigos permanecen fieles. Emerge entonces el mayor gemido de la producción literaria de la sensible Rosalía, la toma de conciencia de que el mundo sensible es un valle de lágrimas; descubrimiento que acrisola la honda resignación propia del carácter de la gallega, como declara ella misma muy poco antes del final de esta obra triste y primorosa: «No tome tan a pecho las cosas, que en este mundo ya es sabido que las felicidades son contadas».
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