¿No será que soñamos mientras vivimos? ¿Será la vida un sueño y los sueños apenas reflejos pálidos de una vida que se nos escurre como el agua entre los dedos? ¿No será el ansia de pervivir que anidamos en lo más profundo de nuestro ser un proyecto, deseo o esperanza, sin probabilidad de realizarse? Al menos en esta vida. Que no es de ninguna manera una ficción, porque sabemos que gozamos y sabemos que sufrimos.
Y es que cuando se repara en esta vida acelerada en extremo, se siente en seguida la fugacidad del tiempo, de los días vividos, incluso de los propios sentimientos. Atrás quedan escenas y personas, que el tiempo devora, devorando asimismo nuestros recuerdos, con el beneplácito o no de nuestra selectiva memoria. Y entonces se manifiestan dudas y temores, e interrogantes que nos atenazan y son causa de todas nuestras zozobras, o al menos de buena parte de ellas: ¿Qué ha sido real? ¿Qué he sentido? ¿Qué he pensado? ¿Dónde han ido mis sentimientos? ¿Dónde han ido mis muertos? ¿Dónde iré yo? ¿Qué estoy haciendo? ¿Qué soy? ¿Para qué sirve todo lo que soy y he hecho? Y con Bécquer, repetimos:
Al brillar un relámpago nacemos, y aún dura su fulgor cuando morimos, ¡Tan corto es el vivir! La gloria y el amor tras que corremos, sombras de un sueño son que perseguimos.
De idéntica forma ocurre con todo lo que afecta al hombre, que resulta caduco y por tanto fugaz. Es una tensión entre la realidad palpable y el mundo cognoscible, por un lado, y la sensación de precariedad y fantasía que al mismo tiempo impregna ese mundo y esa realidad, por otro. De modo que no parece oportuno perder el tiempo con aquello que es fútil y banal. Puesto que, ciertamente, la vida es un frenesí y una ilusión, «una sombra, una ficción, y el mayor bien es pequeño: que toda la vida es sueño, y los sueños, sueños son».
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