Patones de Arriba es el municipio donde en otros tiempos se instituyó un particular reino independiente. Se piensa que el villorrio se remonta a tiempos de la invasión musulmana, de la cual habría escapado por su ubicación oculta. También se pretende que las tropas napoleónicas habrían pasado por alto la existencia de esta aldea, pero esto no parece cierto, a la luz de algunos documentos encontrados en los archivos locales de pueblos vecinos. En cualquier caso, lo interesante de Patones de Arriba, a nivel histórico, es que los propios vecinos habrían acordado ponerse bajo la autoridad de una especie de regidor, alcalde o juez de paz, al que llamaron rey y al que se sometieron buscando una autonomía a la que les forzaba su situación orográfica. El momento álgido del citado reino se vivió cuando el rey Carlos III oyó hablar por vez primera del Reino de Patones, una extensión con pretensiones en sus propios dominios, que resultó ser una insignificante aldehuela enmascarada entre la serranía madrileña.
Lo anterior, que no deja de resultar pintoresco y sin embargo resulta cada vez más chocante a los turistas modernos —debido a la fea costumbre de sacar pecho cuando oímos el nombre de nuestros pueblos, aunque lo que se diga de ellos sea ignominioso—, tiene un valor inferior al atractivo estético que posee la aldea madrileña. Situada en un entorno pastoril imponente, Patones de Arriba es una agrupación de casitas de pizarra y calles empedradas en las que el visitante percibe de inmediato el brutal contraste entre la naturaleza virgen y los lugares o remansos donde un día son mil años y el hombre mantiene imperturbable su alma, y los mundos digitales que aceleran nuestras vidas y las arrastran a entornos o ficciones virtuales estridentes y antinaturales. Allí, entre sus calles sinuosas, ruinas esparcidas, modestas casas de pizarra negra, pinos, matorrales y tierras baldías, perviven algunas almas, a la sombra de la civilización, del tráfago urbano y del mundanal ruido.
Estos pueblos de arquitecturas negras, en definitiva, tal vez no sean los más apropiados para establecernos a largo plazo, por la rigurosa vida a la que someten a quienes desean habitarlos, pero no hay duda de que son ideales para romper con la rutina y que poseen efectos oxigenantes. Siempre y cuando algo así sepa ser apreciado, por supuesto.
Por mi parte, aunque mi hogar se encuentra en una ciudad modesta, mi trabajo en una gran ciudad, y mi San Ireneo de Arnois particular en un pueblo cercano a mi hogar que ya apenas puedo disfrutar como hacía, mantengo siempre viva la esperanza, de disfrutarlo al fin, como lograron hacerlo la señorita Prim y el caballero de los libros.
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