La
fecha exacta en la que cuento esto es indiferente; no voy a escribir una
crónica para ningún medio. Y todas las palabras que emerjan de mi lápiz tienen
como fin último labrar de surcos un espíritu —el mío— que se muere de hambre y
necesita alimentarse de la siembra que brota de lugares santos como en el que
me encuentro.
En
estos momentos, como decía, mientras mis ojos perezosos e inocentes se
acostumbran a la penumbra del cuarto, escucho la mansa lluvia tabletear sobre
los adoquines que conforman la calzada a la que da la ventana del hotel en el
que me hallo. Es un sonido dulce, milenario. El del agua golpeando la piedra y
lamiendo la cuesta hacia abajo. Bendiciendo todo este espacio. Cubriendo de
gracia este suelo sacro.
Al
levantarme retiro las cortinas y abro la ventana. Entonces me recibe un hálito
de frescor y humedad capaz de rejuvenecer cualquier sucio antro. Frente a mí, el
Parque de la Alameda. Miro satisfecho porque amanece enfoscado, como soñé al
iniciar el viaje. Un cielo abovedado por oscuras nubes, que se funden, se
hieren y pelean como una turba encendida al asalto de algún viejo santuario, me
acoge magnánimo… Por eso, sin más tiempo que perder, como si estuviera
enamorado, raudo me aseo para salir pitando.
Abajo
huele a medievo, arte sacro, naturaleza empapada, cielo hinchado de lluvia,
religión cristiana y magia pagana. Es temprano. Y apenas he dejado que el sol,
oculto en un abrigo de nubes, me ilumine con sus rayos, voy derecho a la
Catedral de Santiago; bajo un paraguas negro y a través de un tímido chaparrón
empujado por una tormenta procedente del Atlántico. Mis pasos por el enlosado
son lentos, cuidadosos, porque no quiero perder detalle y necesito los cinco
sentidos bien aguzados. Y por eso con la motivación inflamada percibo ya los
primeros aromas con los que me obsequia la calle. Además de la agradable
esencia del agua, vertida con delicadeza sobre peregrinos y paisanos, respiro
en el ambiente las fragancias de unas cuantas lumbres que se mezclan, junto a
viejos sabores rurales, en el aire jacobeo de esta villa cristiana.
Pienso
emocionado mientas tanto que millones de viajeros han paseado su fe y sus
llagas por estos callejones, durante siglos, guerras y hambres, y ahora ha
llegado de nuevo mi turno. Estoy entusiasmado con mi regreso, puesto que ya he
estado aquí antes. Por eso sé que el Apóstol Santiago me espera sentado.
Nada
más torcer en la avenida do Pombal hacia la Rúa das Hortas, sólo queda subir un
repecho hasta la Plaza del Obradoiro. El templo por el que suspiro está cerca. Lo
noto. Incluso en parte lo veo. Pero conforme me aproximo, cerquita ya, la
catedral se cubre con las rocas que encuentra delante. Voy subiendo por una
cuesta empedrada de aspecto medieval y sabor a pueblo arcaico. De camino, el
rumor de una gaita me embelesa a través de la lluvia, y su nostálgico llanto,
fundido con el golpeteo del agua en la piedra, conmueve a mi ángel custodio e
interrumpe por unos segundos mi aliento. Cuando me planto por fin en la plaza, recuperado
el resuello, las cañas de la gaita soplan más dulces y potentes, pero soy presa
del encanto y apenas la oigo… sólo tengo ojos para mirar la monumental fachada
barroca del Obradoiro.
No
me sorprende que por la plaza pululen ya los primeros peregrinos, y aquellas
personas más madrugadoras que, al margen del Camino, desean participar en la
primera misa de la mañana. Pero esto es algo anecdótico. Delante tengo siglos
de historia. Y al día siguiente, de camino a casa, si quisiera llevarme a los
ojos el monumento artístico que se alza al frente, tendría que refugiarme en
libros de arte y fotografías personales. Por esta razón vuelvo a concentrarme
en lo que veo, a dejarme llevar, a abrir las ventanas del alma, a rendirme a
este húmedo e histórico ambiente. Una vez acomodado, de pie bajo un arco de
medio punto del palacio que alberga la sede de la Junta de Galicia, se me
ocurre repasar el origen del lugar mientras contemplo, orgulloso, la puerta
occidental de la Catedral de Santiago. Llueve con más fuerza. En el canto del
agua me envuelvo para recordar qué nos transmite la Historia de este lugar mágico.
Según
la tradición todo empezó cuando el sepulcro de Santiago el Mayor, hijo de
Zebedeo, y uno de los discípulos más cercanos a Jesús, fue encontrado por un
ermitaño llamado Pelayo, guiado al parecer por una luz y unos coros
sobrenaturales que emanaban de las profundidades del bosque. No es insólita
esta casuística, como dirían ahora los estudiosos de lo paranormal. Se repite
con insistencia en este tipo de apariciones santas o sobrenaturales. Aunque el
pobre hombre, sospecho, conservaría un imperecedero recuerdo de aquel
acontecimiento. Sea como fuere, corría el siglo noveno. Y se creyó que los
restos descubiertos de manera tan prodigiosa eran los del citado Apóstol.
Inmediatamente el sobrecogido lugareño contó lo sucedido al obispo Teodomiro y
éste hizo lo propio con el rey asturiano Alfonso II. Entonces el monarca,
convencido del milagro, ordenó levantar una pequeña iglesia donde habían sido
hallados los restos; y como resultado de esto, en torno a la santa tumba nació
una pequeña ciudad. La primera piedra de Santiago de Compostela quedaba puesta.
Lógicamente, en seguida el templo cristiano quedó pequeño y tuvo que ser
sustituido por otro más acorde con la importancia que iba alcanzando el lugar.
Definitivamente la iglesia prerrománica se volvió a quedar pequeña para acoger
tan ferviente cantidad de fieles y a la sazón recibió, al dictado de unos
cuantos hombres brillantes, su gran impulso. De ahí afloró la maravilla que hoy
conocemos.
Para
ello hay que esperar a la construcción de la primera iglesia del país en estilo
románico levantada alrededor del año 1075, impulsada por el obispo Diego Peláez
y siendo sus obras dirigidas por el Maestro Esteban. Fue erigida en un estilo
nuevo en Europa, que se llamaba así precisamente por su parecido con los
templos que se habían levantado siglos antes en Roma, y que nació en Europa
tras la unificación de la liturgia concebida por el Papa Gregorio VII. Las
obras se extenderían en torno a un siglo y medio, y cobrarían su mayor lustre y
dignidad con la intervención del obispo Diego Gelmírez, durante el siglo XII.
Es entonces cuando Santiago de Compostela pasa a ser sede episcopal, en
detrimento de Iria Flavia, y su iglesia adquiere condición de catedral. Pero no
sólo recibieron las obras de la catedral su mayor auge. También Santiago vivió
su gran época dorada, aunque, todo hay que decirlo, a un alto precio económico,
pues para los contemporáneos, si bien cierto era que no sólo de pan vive el
hombre, también lo era que sin él no se puede vivir, y castigados con elevados
impuestos, se pusieron de uñas con Gelmírez en repetidas ocasiones. Sin
embargo, el que después sería elevado a la dignidad arzobispal estaba convencido
de su empresa y, en consecuencia, honraría, a pesar de todos los esfuerzos, los
restos del Apóstol con uno de los templos más populares de la cristiandad. Al
fin, los trabajos monumentales dieron como fruto la joya artística que tengo
ante mis ojos, enmascarada tras la fachada del Obradoiro, muy posterior al
templo románico pero no menos maravillosa. Desde el cielo, seguramente, ninguno
de los que protestaron en su día contra Gelmírez, estará hoy en desacuerdo. Creo.
En cualquier caso, ha llegado el momento de pasar adentro.
La
Catedral de Santiago no es de los templos más bonitos que he visitado, y no
hablo por ejemplo de Roma, sino únicamente de aquellos que se encuentran en España.
Su fachada sí me parece formidable, realizada con granito gallego respetando el
estilo primitivo, pero su interior no es tan exuberante. Sin que, en modo
alguno, esto signifique que no estemos ante una gran obra de arte. Pues hay que
tener en cuenta en todo momento su antigüedad. En cambio, sí cuenta la iglesia
con un trabajo de lo mejor que existe en estilo románico. Hablo del Pórtico de
la Gloria. La monumental y delicada entrada que recibe e impresiona al viajero.
Desde luego el taller del misterioso Maestro Mateo hizo con esta obra una
verdadera filigrana. Lo primero que me llama la atención es la columna central
que sostiene el parteluz, donde está representado el Apóstol, patrono del
templo, y flanqueándolo, las figuras labradas en la piedra que hallamos en las
arquivoltas. Encima del parteluz, un fabuloso tímpano presidido por Cristo en
majestad bajo el arco central, pues el pórtico es una construcción de tres
arcos cuya iconografía remite a escenas del Apocalipsis de San Juan. Y tantas
cosas más que me perdería en detalles. Entrego, pues, para mi solaz, unos
minutos en cada uno de los arcos y me sumerjo en la penumbra del recinto jacobeo.
Cruzado
el umbral, territorio sagrado. El templo que me cobija, adivino sin esfuerzo,
es un edificio diseñado en forma de cruz latina de tres naves y un crucero
también de tres espacios. Lo primero que reclama mi atención es su marcada
verticalidad. Cuando me planto en la nave central se acentúa esta impresión. Y
la iglesia parece muy alta, pero también estrecha y ombría. Es pequeñita en
comparación con otras obras monumentales que la sucedieron. En el segundo piso hallo
la tribuna que recorre el perímetro de la catedral. Al bajar mis ojos me topo
de repente con el altar mayor, lleno de plata y oro, y detrás, con la venerada
figura de Santiago, sobre la que veo posarse intermitentemente algunas manos de
peregrinos que asoman por los hombros de la imagen del hijo del trueno.
Sin
prisa, voy adentrándome en la iglesia, y mientras me acerco a la cabecera,
disfruto de los arcos formeros y fajones apoyados sobre pilares, y de las semi-columnas
rematadas por capiteles de carácter vegetal e historiado de notable belleza. Ya
en la cabecera, recorro la amplia girola por la derecha y me detengo en cada
una de las cinco capillas radiales. Antes de entrar en la del Santísimo, desciendo por
unos escalones hasta el sepulcro y me inclino ante las reliquias del santo. «Si
me dejaran rezar solo, durante un rato…» Una vez en el otro lado, fuera de la
cripta, regreso hasta la preciosa capilla del Santísimo y me abandono al
silencio durante un tiempo que pasa volando, acompañado del Señor, entre plegarias
y algún pensamiento raro. Con Él comparto mi alegría y algunos sinsabores; le
doy mil gracias y le cuento tonterías personales que ya conoce. Y me dejo
llevar. El sigilo reinante me permite pensar sobre la polémica de los
verdaderos restos que conservan las reliquias que acabo de venerar. Pues algunos
dicen que en Santiago no se encuentran los restos del Apóstol. Para mí no hay
lío. No es una cuestión de fondo.
La
cuestión referida, sin embargo, gira en torno a la autenticidad de los sagrados
restos. Hoy algunos defienden que los huesos que reposan en la catedral son los
del hereje Prisciliano. Sánchez Dragó por ejemplo postuló en su magnífico
ensayo Gárgoris y habidis esta tesis,
y otras voces se han levantado en semejante dirección. La Iglesia, por el
contrario, mantiene que los restos venerados son los del Apóstol Santiago.
Recuerdo por ejemplo al Cardenal Rouco Varela, a la sazón presidente de la
Conferencia Episcopal Española, manifestarse en tal sentido. Lo cierto es que
no sabemos a ciencia cierta si Santiago vino a España. Pero como dice Juan
Manuel de Prada —en mi opinión el mejor escritor español de lo que va de siglo,
y uno de esos maestros que uno encuentra en la vida— en un magnífico artículo
firmado para L’Osservatore Romano el
25 de julio de 2010, la Tradición nos enseña desde tiempos inmemoriales y ésta
dice verdad, pues el temperamento del pueblo español concuerda bastante bien
con el carácter que se desprende en los Evangelios del que correspondía a
Santiago el Mayor… «pues nunca hubo
pueblo tan impetuoso y a la vez sufrido como el español. Y ese ímpetu que,
corregido en la escuela del sufrimiento, no se disipa en bravuconería y
aspaviento vano, sino que sabe hacerse paciente en la adversidad sólo lo
pudimos aprender los españoles de aquel hijo del trueno que contempló
anticipadamente la gloria de Cristo y que, al fin, aprendió que para alcanzar
la gloria hay primero que apurar el cáliz del dolor».
De
cualquier manera —le digo a Dios en silencio—, qué más da si no están
verdaderamente aquí en Santiago los restos de tu querido discípulo, si cuando
se construyó este templo para honrarlos se hizo de buena fe y con el
convencimiento de que la tumba correspondía al santo. Lo importante, me digo,
es que se adore y encumbre a Cristo, ya sea a partir de la veneración de su
Santa Madre, ya a través del amplio santoral cristiano. Por eso no entiendo las
risas de unos cuantos que piensan que aquí se reza sobre mentiras y que las
reliquias repartidas por la cristiandad son sólo un tinglado que mueve un gran
negocio. Pues cuántos imbéciles, anticlericales y ateos habrán pisado estas
losas, defendiendo entre gruñidos su derecho a contemplar maravillas levantadas
para gloria de Dios y el culto debido de los creyentes. Entre ellos me viene a
la memoria un tal Juan Eslava Galán, cuyo impío libro El catolicismo explicado a las ovejas tuvo una respuesta vehemente
por mi parte hace años en La cueva de los libros. Comprendo que sin el don de
la fe no se pueda ver más que lo humano de la realidad, apenas la espuma, y nunca
el Espíritu que actúa en otro plano y exige cierta abertura de mente para ver
en el mundo su mano. Pero dejémoslo ahí. Dios, aunque nos pide defender la fe
con entusiasmo y la verdad por encima de todo, también nos pide alejarnos de
polémicas estériles. Aunque no tengo muy claro si ésta lo es.
En
cualquier caso, las circunstancias que rodean la historia del viaje del cuerpo
de Santiago son apasionantes, y antes de salir de la capilla y participar en la
Santa Misa, no me resisto a recuperar de la memoria qué es lo que nos cuenta la
tradición o la leyenda.
Lo
que sabemos con seguridad de la peregrinación de Santiago el Mayor es que después
de la Ascensión de Cristo estuvo predicando el Evangelio lejos de su patria, y
que a su vuelta fue decapitado por orden de Herodes Antipas en el año 44 d. C. Los
Hechos de los Apóstoles, sin embargo,
no dicen nada con claridad acerca de si el Apóstol alcanzó finalmente España.
La tradición en cambio cuenta que sí. Las leyendas varían notablemente en
relación con los pasos de Santiago, pero hay varios elementos fundamentales en los
relatos que construyen la esencia de la historia y no padecen modificaciones.
El primero de ellos es que, estando a la altura de Zaragoza (Caesar Augusta por entonces) a Santiago
se le apareció la Virgen María en una bilocación, alentándole a continuar con
su peregrinaje. Al parecer éste iba en un carro tirado por dos bueyes señalados
con la cruz cristiana. Era la primera aparición de la Virgen en toda la Historia
y de ahí que a partir de entonces enraizara con fuerza el culto mariano en
Zaragoza, siendo actualmente el principal eje del mundo de devoción y amor a la
Virgen María, y un lugar precioso y emocionante que cuenta con maravillas como
la basílica del Pilar y la bellísima SEO. En cuanto al Apóstol, su meta era lo
que hoy es Galicia. Allí, según las leyendas, fundó una comunidad local. Quizá
por eso los seguidores de Santiago enviaron más tarde sus restos a estas
mágicas costas en las que el discípulo de Jesús había estado evangelizando
pueblos en nombre del Señor. Después los detalles se difuminan bastante en las
leyendas que se han conservado, pero se cuenta que los restos llegaron en una
barca sin timón donde fueron recogidos por una exótica reina de ascendencia
romana. Reconociendo el valor de los restos hallados en la barca, la reina los
hizo enterrar en un panteón a la altura del personaje. Pero el silencio de los
siglos, y la exuberante vegetación gallega, sepultó los restos hasta que un
ermitaño llamado Pelayo fue guiado hasta ellos y éstos pudieron regresar de
nuevo a la luz desde las tinieblas del olvido…
Las
campanas tañen de repente y me devuelven a la realidad. Me parece que la Misa
ha comenzado mientras divagaba. Así que me despido del Señor y atravieso los
cristales de la capilla. La celebración eucarística efectivamente está en
marcha, y como uno más de los fieles, me uno al misterio sacrificial que tiene
lugar a diario donde un sacerdote católico imparte este gran tesoro, el más
grande de los sacramentos. Me sitúo entre los últimos bancos y miro de soslayo
a mis hermanos. Me emociona compartir con ellos el amor a Cristo y a la
Virgen.
Después
del acto sagrado salgo de la iglesia. Renovado. Distinto. Mi intención es dar
una vuelta por el Museo de la catedral, donde hay reliquias de ensueño, y donde
se conserva —recuperado tras un robo tan mediático como ridículo— el importante
Códice Calixtino, un bellísimo manuscrito iluminado de valor incalculable. Pero
lo dejo para la tarde. Fuera continúa lloviendo, mansamente. Mojando muros,
piedras y caminantes. Al parecer el cielo ha decidido bautizar con dones
especiales esta mágica urbe. Debe de ser por eso que en Compostela la
lluvia es arte.
A
pesar de que llueve, se puede subir a las cubiertas de la catedral, desde donde
se disfruta de unas vistas espectaculares. No me extraña que la hierba brote
entre las rocas, pues éstas exudan humedad y misterio. Estar al raso en un
lugar semejante es una experiencia emocionante, sobre todo si se cree en la
santidad de todo lo que rodea esos escalones. Más tarde dirijo mis pasos al
palacio de Gelmírez. Para la noche reservo finalmente otro de los grandes placeres de este rincón gallego.
Cenar en el mejor restaurante, el Don Quijote, donde me encuentro con un viejo amigo, Richard,
conocido en mi primer viaje: el camarero más profesional y amable de esta
tierra de meigas y gentes buenas y llanas.
No obstante, a la mañana siguiente, bien temprano, antes de que parta mi tren de regreso, me
acerco al mercado para llevarme a casa un puñado de pimientos de Padrón. Quiero
regresar con un pequeño tesoro. Una vez allí, entre manjares brotados del mar, me aproximo con cuidado a los
puestos hasta que doy con una mujerzuela de acento cerrado y le hago
rabiar un poco para que me pese los pimientos, pues rechazo las bolsas que ya
tiene preparadas y le digo que me los coja con la mano. Sólo trato de sacar algunas palabras de más a gentes tan especiales.
En
fin, otro mundo. Me pregunto qué hubiera sido de mí si mis abuelos hubieran
sido gallegos, para más precisión de Santiago. No fue este el caso. Mi pequeño
hogar, el rincón del mundo donde la tierra me reconoce al pisarla, está lejos.
Soy de un lugar de La Mancha. Pero aunque en ningún sitio se está como en casa,
cuando uno sale del término de Santiago, cuando ha dejado atrás los cantos de Compostela, siente que se ha roto el
encanto.
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