Cuando
una persona niega a Dios, a mi modo de ver no lo suele hacer porque haya
examinado la cuestión de forma crítica. No al menos en un plano intelectual o
especulativo. La existencia de Dios, de hecho, se deduce fácilmente con la
intervención de la razón humana, que hace de su negación una posición
insostenible. Siendo moderados, podríamos decir que la existencia de Dios es
infinitamente más razonable que su no existencia, y que el ateísmo, si no
irracional, sí resulta inverosímil. Lo que sucede en realidad es que quienes
rechazan la existencia de Dios encuentran dificultades de mucho peso para creer
en Él, pero estos problemas que ante ellos se muestran son sin embargo de carácter
emocional. Algo, por cierto, totalmente comprensible, aunque no por ello esto
sancione o fundamente sus opiniones. Pues hay que subrayar que son frenos
emocionales los que impiden creer, y no argumentos estrictamente intelectuales
o de orden filosófico. Por eso las razones principales que acumulan las
personas que niegan a Dios son resistencias y no objeciones estrictamente
hablando, ya que las posiciones ateas por sí mismas no explican —ni invalidan— absolutamente
nada.
Así
pues, las resistencias principales a la existencia de Dios, a mi juicio, son las
siguientes:
1. La propia naturaleza de Dios
La
principal dificultad que el ser humano actual encuentra para creer en Dios es la
de que no es capaz de abarcar y comprender totalmente su divina naturaleza. Y es
una actitud natural y comprensible. Pues todo hombre, al considerar seriamente los
atributos de Dios, se siente aturdido y conmocionado. ¿Cómo pensar, si no, en
la perfección de un ser, en su omnisciencia, o en su radical omnipotencia?
¿Cómo integrar en nuestra cabeza humana la inmutabilidad divina, un atributo
que consiste en que la esencia de Dios no cambia nunca y que por tanto Éste es
el mismo siempre?
Hay
que reconocer que su naturaleza nos viene muy grande. El hombre conoce en
primer lugar lo que tiene a su alcance. Sabe que él es una anécdota en el
cosmos que le rodea, un instante de luz que constantemente envejece, una hoja
caduca que finalmente muere, un vapor que se disipa y desaparece; y en función
de su experiencia vital, mortal y sesgada, le cuesta concebir realidades tan
excelsas, realidades altísimas superiores a él. ¿Por qué? ¿Porque en el fondo la
existencia de Dios no es razonable, o porque el hombre atisba el abismo que separa
su naturaleza de la de Dios y ese abismo le da vértigo? En el fondo ocurre esto
último, y por eso el hombre se resiste a la realidad divina al parecerle inconmensurable.
A mí —lo digo también en el libro— me produce mareo tratar de penetrar la
vastedad divina; me bloqueo mentalmente cuando indago las realidades supremas,
porque, sencillamente, no puedo con ellas. Hay que saber, en consecuencia, que
este misterio supremo no nos pertenece abarcarlo, ni está a nuestro alcance
comprenderlo íntegramente. Y es que ese abismo que separa ambas inteligencias,
la de Dios y la nuestra, produce vértigo e incluso miedo. Un miedo atávico a ese
ser supremo que se nos impone como inconmensurable y desconocido. Sea como fuere,
su naturaleza nos aturde, pero nuestra debilidad mental no impide lógicamente
que algo mayor a nosotros exista.
Pues
bien, este freno que acabamos de examinar, que provoca que el espíritu humano
se resista a creer en Dios, es, como hemos mostrado, de orden puramente
emocional, y no racional o especulativo. Por lo tanto, que el hombre no conciba
la magnitud de Dios no niega inmediatamente su existencia; sólo señala los
límites humanos, fuera de los cuales, ni le pertenece moverse, ni éste resolverá
si existe o no un ser superior a sí mismo. Así pues, el vértigo del ateo a la
naturaleza de Dios es una cuestión emocional y en ningún caso una justificación
intelectual que descarte a Éste.
2. La realidad del mal
En
segundo lugar, la existencia de sufrimiento en el mundo le parece al ateo un
argumento suficiente para dudar de la existencia misma de Dios. La realidad del
mal, sin ninguna duda, escama y conmueve. Los horrores que conocemos a diario,
y aun los que no salen a la luz, son innumerables, abrumadores, aciagos y
terribles. Sabemos además que, cuando el mal nos toca personalmente, o de
manera indirecta a partir de nuestros seres queridos o familiares, hasta los
creyentes dan la espalda a Dios y pierden su confianza en Él. Pues en el fondo
lo culpamos de nuestras desgracias, aunque sólo sea por haberlas consentido.
Sin
embargo, ésta es nuevamente una razón emocional; tan emocional como la anterior
o la siguiente. De hecho, para que esta resistencia emocional se convirtiera en
seria objeción racional, Dios debería ser lógicamente incompatible con la
existencia de sufrimiento en el mundo. Y no lo es. No lo es porque Dios ha
querido sujetos moralmente libres, criaturas libres y capaces de mérito. Y estos
seres, los hombres, voluntariamente deciden después si siguen la voluntad de
Dios, o bien la desechan, yendo por senderos que se desvían del bien, y
generando así precisamente el sufrimiento que Dios no quiere. Lo decisivo, como
decía, es distinguir si la realidad del dolor y el sufrimiento son incompatibles
con la existencia de Dios. De no serlo, no hay razón para negar a Dios, a pesar
de todo el mal que vemos y sentimos en nuestro entorno y aun en nuestros huesos.
3. La incertidumbre
Por
último, la tercera resistencia emocional que las almas incrédulas encuentran
para creer en Dios es la de la incertidumbre. Me refiero a incertidumbre como
la aparente ausencia de Dios en la naturaleza y en nuestras vidas. La no del
todo visible o palpable realidad de Dios, su casi intangible presencia. El ser
humano reclama señales. Y es lógico en parte. Nuestra realidad, en gran medida
material, demanda manifestaciones evidentes y claras, signos definitivos para
los sentidos, pero claro, para aquellos que nos tienen más subyugados, como por
ejemplo el visual; es decir, que para garantizar la existencia de algo reclamamos
sobre todo confirmación visual, aquello que únicamente nos entra por los ojos.
Sin embargo, el misterio del amor es más grande y profundo que cualquier
exhibición pornográfica. Quienes reclaman que Dios haga un show ante sus ojos, haciendo ostentación de sus impares poderes,
¿podrían no sonrojarse después cuando Dios les pidiera cuentas acerca de la
confianza que toda relación íntima necesita y que ellos habrían arruinado con
su impaciencia? ¿Cuánto tardaría en romperse el romance con nuestra pareja,
nuestra relación de amistad con nuestro mejor amigo, nuestra relación familiar
con nuestro hermano, si estuviéramos constantemente poniéndolos a prueba?
Hoy,
el hombre moderno dice con descaro: «si no lo veo no lo creo». Pero la cualidad
distintiva de los necios es que no engañan a nadie salvo a sí mismos. Pues el
hombre cree constantemente en mil cosas sin haberlas comprobado personalmente.
En Antítesis, precisamente, hay un capítulo específico dedicado al misterio de
la fe; fe que por cierto todos tenemos, sólo que cada uno orientada o vendida a
sus propios ídolos.
Finalmente,
si Dios ha deseado personas moralmente libres, libremente habrá el hombre de
guiar sus pasos hacia Él, que es, en su íntima comunión, el final al que éste
tiende y para el que fue creado. ¿Respetaría Dios nuestro libre albedrío
forzando, a partir su exhibición global y pública, nuestra íntima y amante
adhesión a su seno? ¿No se vive el amor entre sábanas, entre los muros de un
cuarto resguardado de las miradas ajenas? ¿No es compartido por dos almas
celosas que se unen por votos de fidelidad y confianza? ¿Se puede, hablando
claro, obligar a que nos amen? La idea que se desprende de todo esto es que no
hemos sido creados para vivir sin incertidumbre, que no se puede amar sin ella.
En
cualquier caso, estas razones expuestas en este artículo son, como hemos dicho,
resistencias que frenan al hombre a creer a Dios, pero resistencias emocionales que no descartan lógicamente su
existencia, sino que subrayan justamente lo contrario, la noción de misterio. Y
al negar el misterio, el ser humano tropieza en varios errores fundamentales
que le impiden mirar al cielo sin los párpados empañados. Son los errores que
veremos en el siguiente capítulo.
Jo el argumento que das al principio da risa. Yo podría decir lo mismo al revés y me quedaría tan fresco : la existencia de "dios·" es más razonable que su no existencia....en fin. Los argumentos que das son muy infantiles lee a Gustavo Bueno a lo mejor te da mejores pistas un saludo
ResponderEliminarLa afirmación a la que aludes es una conclusión lógica. El argumento es el resto del artículo. No me extraña que no sepas distinguir eso.
EliminarY en cuanto a Gustavo Bueno, seguro que estás enterado de que su pensamiento discurre por el cauce del materialismo filosófico. Tampoco parece muy extraño que en la cabeza del filósofo español la noción de Dios no entre de ninguna manera.